En San Antonio Abad sube una pareja.
Ambos tendrán unos treinta años. Él
toca la guitarra y ella canta llevando en brazos a una niña de cinco o seis
años, con los ojos muy abiertos, como queriendo diferenciarse de su madre, a
quien no se le notas sus canicas.
A
la pareja no le va mal. Han recogido, en tres minutos, unos veinte pesos.
Cantan un bolero "Ay amor ya no me quieras tanto". Y la niña los
acompaña con el coro: "anto, anto", alcanzo a escuchar el susurro,
cuando pasa a mi lado y me sonríe abriendo más los ojos y, coqueta, me cierra
uno.
“Escucharon el tercer movimiento, allegro ma non troppo, del concierto para flauta y orquesta de
Héctor Berlioz”. Mientras observo el Viaducto atascado, imagino estar en una
sala de conciertos. El hombre
tiene muchos años con su flauta y siempre interpreta a los clásicos. Andará por los treinta y sabe que su melodía, si corta, doblemente buena. Usa anteojos oscuros que no permiten mirar sus ojos. Toca bien y no le va mal. Su anotación acerca de la pieza, aunque bastante apantalladora, es siempre la misma.
En Sevilla arriba un trío de invidentes, con melódica,
guitarra y un vaso de plástico como maraca. Muñequita
de Squal, de Luis Arcaráz. El grupo va juntito, tomando una mano al hombro
del otro, como los elefantitos de circo; el tercero porta un vaso color naranja
y pide dinero que nadie da pues en la otra estación ya se llevaron la lana unos seudocampesinos indígenas de antorcha campesina.
En el metro Revolución se sientan dos mujeres que he
visto crecer, pues llevan muchos años allí. Parece que nunca se han movido de
ese sitio. Ambas son invidentes y muestran sus ojos, desgarradora y
terriblemente. Ahora están a punto de reventar pues han engordado una
barbaridad. Ellas sólo están sentadas, no cantan, no hacen otra cosa que poner
su manita y recibir las monedas que van cayendo, una tras otra, a lo largo de
la tarde, quizá ello explique su gordura.
Su rutina empieza en la estación General Anaya. Sube
con un aparato híbrido, entre flauta y acordeón; tomándola con una mano y, con
la otra, su bastón color aluminio. Siempre toca lo mismo: El día que llegaron las lluvias, El amor es gris y otras de Paul
Muriat. Es joven, no explica nada y recibe con gusto el pago a su música fresa.
Otro es el dueto-metro. Ella parece Chelo Silva, al
menos canta el mismo tipo de canciones: "ahí te dejo un cheque en blanco
en donde dice desprecio, ese tiene que ser tu precio". Él, mayor que la
mujer, tendrá cincuenta, ella frisará en los treinta; con su guitarra en la
mano y armónica en la boca, lo imagino como el ciego de Los olvidados, la excelente película de Buñuel. Ella canta con su
rebozo a cuestas.
En
Villa de Cortes, sube al vagón un ciego joven, más o menos bien vestido, con
zapatos boleados; al contrario de muchos otros, éste ni canta ni baila ni
recita. Lo único que hace, es pedir unas monedas en el nombre de Dios. Porta un
botecito, taza, amarillo de plástico. Se acerca a cada pasajero, le pide, más
bien, le exige, lo presiona y le golpea suavemente con su bastón; cuando recibe
la moneda, se sigue sobre otro pasajero y cuando ya obtuvo, supongo, la cuota
por vagón, se sigue de frente, rumbo a la puerta más próxima. En cuanto sale de
esa unidad, rescata las monedas del vaso amarillo: las de a peso, dos o cinco
pesos, las echa a una bolsa de mezclilla, mientras que las de cincuenta
centavos, las arroja al suelo, quedan en el piso y ahí permanecen hasta que
otro, más pobre que el ciego moderno, las recoge.
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