lunes, 2 de junio de 2014

La vida es como el metro. Los invidentes


En San Antonio Abad sube una pareja.
       Ambos tendrán unos treinta años. Él toca la guitarra y ella canta llevando en brazos a una niña de cinco o seis años, con los ojos muy abiertos, como queriendo diferenciarse de su madre, a quien no se le notas sus canicas.
         A la pareja no le va mal. Han recogido, en tres minutos, unos veinte pesos. Cantan un bolero "Ay amor ya no me quieras tanto". Y la niña los acompaña con el coro: "anto, anto", alcanzo a escuchar el susurro, cuando pasa a mi lado y me sonríe abriendo más los ojos y, coqueta, me cierra uno.
“Escucharon el tercer movimiento, allegro ma non troppo, del concierto para flauta y orquesta de Héctor Berlioz”. Mientras observo el Viaducto atascado, imagino estar en una sala de conciertos. El hombre

tiene muchos años con su flauta y siempre interpreta a los clásicos. Andará por los treinta y sabe que su melodía, si corta, doblemente buena. Usa anteojos oscuros que no permiten mirar sus ojos. Toca bien y no le va mal. Su anotación acerca de la pieza, aunque bastante apantalladora, es siempre la misma.
En Sevilla arriba un trío de invidentes, con melódica, guitarra y un vaso de plástico como maraca. Muñequita de Squal, de Luis Arcaráz. El grupo va juntito, tomando una mano al hombro del otro, como los elefantitos de circo; el tercero porta un vaso color naranja y pide dinero que nadie da pues en la otra estación ya se llevaron la lana unos seudocampesinos indígenas de antorcha campesina.
En el metro Revolución se sientan dos mujeres que he visto crecer, pues llevan muchos años allí. Parece que nunca se han movido de ese sitio. Ambas son invidentes y muestran sus ojos, desgarradora y terriblemente. Ahora están a punto de reventar pues han engordado una barbaridad. Ellas sólo están sentadas, no cantan, no hacen otra cosa que poner su manita y recibir las monedas que van cayendo, una tras otra, a lo largo de la tarde, quizá ello explique su gordura.
Su rutina empieza en la estación General Anaya. Sube con un aparato híbrido, entre flauta y acordeón; tomándola con una mano y, con la otra, su bastón color aluminio. Siempre toca lo mismo: El día que llegaron las lluvias, El amor es gris y otras de Paul Muriat. Es joven, no explica nada y recibe con gusto el pago a su música fresa.
Otro es el dueto-metro. Ella parece Chelo Silva, al menos canta el mismo tipo de canciones: "ahí te dejo un cheque en blanco en donde dice desprecio, ese tiene que ser tu precio". Él, mayor que la mujer, tendrá cincuenta, ella frisará en los treinta; con su guitarra en la mano y armónica en la boca, lo imagino como el ciego de Los olvidados, la excelente película de Buñuel. Ella canta con su rebozo a cuestas.

En Villa de Cortes, sube al vagón un ciego joven, más o menos bien vestido, con zapatos boleados; al contrario de muchos otros, éste ni canta ni baila ni recita. Lo único que hace, es pedir unas monedas en el nombre de Dios. Porta un botecito, taza, amarillo de plástico. Se acerca a cada pasajero, le pide, más bien, le exige, lo presiona y le golpea suavemente con su bastón; cuando recibe la moneda, se sigue sobre otro pasajero y cuando ya obtuvo, supongo, la cuota por vagón, se sigue de frente, rumbo a la puerta más próxima. En cuanto sale de esa unidad, rescata las monedas del vaso amarillo: las de a peso, dos o cinco pesos, las echa a una bolsa de mezclilla, mientras que las de cincuenta centavos, las arroja al suelo, quedan en el piso y ahí permanecen hasta que otro, más pobre que el ciego moderno, las recoge.

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