martes, 31 de marzo de 2020

Zitarrosa: Guitarra Negra. Para este 2020 que nunca olvidaremos

Hace unos días, leí en el muro de amigo Javier Cadena algunas frases de este poema inmenso de Zitarrosa, que hacía muchos años no venía a mi mente. Escuchen la hermosa voz, mientra lo leen. Es una experiencia catártica, sin duda.


Guitarra negra




Introducción
Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra... Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía... Cómo se toca tu carne de aire, tu oloroso tacto, tu corazón sin hambre, tu silencio en el puente, tu cuerda quinta, tu bordón macho y oscuro, tus parientes cantores, tus tres almas, conversadoras como niñas... Cómo se puede amarte sin dolor, sin apuro, sin testigos, sin manos que te ofendan... Cómo traspasarte mis hombres y mujeres bien queridos, guitarra; mis amores ajenos, mi certeza de amarte como pocos... Cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre, sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte, de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas...

Allanamiento
Hoy anduvo la muerte buscando entre mis libros alguna cosa... Hoy por la tarde anduvo, entre papeles, averiguando cómo he sido, cómo ha sido mi vida, cuánto tiempo perdí, cómo escribía cuando había verduleros que venían de las quintas, cuando tenía dos novias, un lindo jopo, dos pares de zapatos, cuando no había televisión, ese mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador, esa novela canallesca escrita por un loco... Hoy anduvo la muerte entre mis libros buscando mi pasado, buscando los veranos del 40, los muchachitos bajo la manguera, las siestas clandestinas, los plátanos del barrio, asesinados, tallados en el alma... Hoy anduvo la muerte revisando mi abono del tranvía, mis amigos, sus nombres, las noches del Café Montevideo, las encomiendas por la Onda con olor a estofado, revisando a mi padre, su Berreta, su Baldomir, revisando a mi madre, su hemiplejia, al Uruguay batllista, a Arístides querido, a mis anarcos queridos bajo bandera, bajo mortaja, bajo vinos y versos interminables... Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes, bajo sospecha de subversión... Y no halló nada... No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, ni al Príncipe Kropotkin, ni al Uruguay ni a nadie... ni a los muertos Fernández más recientes... A mí tampoco me encontró... Yo había tomado un ómnibus al Cerro e iba sentado al lado de la vida... Pasé frente al Nocturno y la vida había pintado unos carteles... Pregunté en una esquina por la hora, y en la bolsa del hombre que me dijo la hora iba la vida, junto con su almuerzo... Hoy dejaré las puertas y las ventanas de mi casa abiertas... y la noche entrará por todas las ventanas de mi casa, por todas las ventanas de todo el barrio, por todas las ventanas de todos los cuarteles y de todas las cárceles, por todas las ventanas de los hospitales... la noche entrará, cabeceando, saltará para adentro, sombra a sombra a la luz del farol... y se echará en el piso como un perro... y aguardará hasta la madrugada... Hoy... dejaré las puertas y las ventanas de mi casa, abiertas, para siempre...

La casa
... Mi corazón está mejor sitiado que mi casa... mi casa, más cercada que mi barrio... mi barrio, cercado por mi Pueblo... En mi barrio vive el Presidente, cercado por un muro casi derrumbado...

Uruguay for export
Temblando, con el frontal partido por el marrón, por el marronero, cae sobre sus costillas, pesada como un mundo, la res... Cae con estrépito, de bruces sobre el cemento... balando al descuajarse su osamenta, ya sólo un pobre costillar enorme, ya sólo un pobre cuero y sangre, media tonelada de huesos astillados, hincados en toda esa vida temblorosa y atónita... Ahí se va alzando, como un pesado pingajo, atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba, que la alza por un ojal abierto en el garrón de un cuchillazo en plena estupidez sentimental, en plena media tonelada de monstruoso dolor, incomprensible, absurdo, balando, plañidera y tonta, como un escarabajo que no piensa, mientras medita lentamente por qué duele tanto y por qué duele qué parte de quién que es ella misma, la res, abierta al descuartizamiento atroz por todas partes, que nunca habían dolido y que eran tantas partes, tan extensas... y que pastando nunca habían dolido... haciendo leche, esperma, músculos, crin y cuero y cornamenta viva, que eran la vida misma manando hacia sus adentros, vibrando tiernamente como un sol cálido hacia sus adentros... y nunca habían dolido... Ya está colgada... Las patas delanteras se enderezan, se endurecen y avanzan hacia adelante y hacia arriba, implorantes y fatalmente rígidas, rematadas en cortas pezuñas que hace un instante amasaban el barro del corral, el estiércol de otros cien balidos, dinosaurios del siglo de las máquinas, nacidos para morir de un marronazo... Ahora ya es carne azul colgada en la heladera: "Uruguay for export"... Aquella res, que murió de un marronazo, cayó y tembló todo el frigorífico... Aquella otra res que recibió el marronazo en plena frente, de dos dedos de espesor, mientras entraba al tubo desconfiando porque allí no había pasto, alcanzó a comprender que había otra res delante, balando, que ya se la llevaba el gancho... y cayó detrás, también, y el cemento tembló bajo esos huesos... Aquella otra res, que esquivó el marronazo y que cayó también, con un ojo reventado y una guampa partida, deshecha, también cayó y tembló la tierra, tembló el marrón, tembló el marronero; la res, murió temblando de dolor y de miedo... de un marronazo en plena frente "for export" del Uruguay...

Flor show (por vals)
En la punta del agua... una flor blanca, luminosa, de quince dólares, se hace chispa, se abulta, se diluye, chorrea entre otras flores más pequeñas, llora, se agita, la catapulta el chorro de agua y sube como bola en el aire... Está naciendo siempre, mientras el agua canta en esa fuente de la boîte... Entre aplausitos, al compás de la orquesta, blanda flor blanca, acuosa, nostalgiosa en el aire... subida en los aplausos como espitada, hendida, empitonada... gime y llora en la noche, tira estrellas bailando bajo el humo, renace, llora por el chorro azul-blanco de la fuente como si fuera planta que la cría -y que no es-... y sin embargo, así seguirá abriéndose, muriendo, hinchándose y flotando, mientras duren la noche, su belleza infantil de ingeniería, su blando corazón bajo el foquillo fijo y lechoso... el gringo, el chorro de agua a precio, el aire de importación, esas hembras, el mozo, esos señores...

Mis alas
... Hace un buen rato ya que doy trabajo y vengo acostumbrándome al desuso de mi alma, a la razón del enemigo, a mis sesenta cigarrillos diarios, a las malas costumbres de mis canciones, que de algún modo siempre fueron nuestras, vos lo sabés, Guitarra Negra... Hoy reanudo en un cómico enderezo la hora de ayer parada en su nostalgia… Me hacen sufrir las alas que me puse para volar, mas grito y se alzan, gimo y me acompañan, río y baten de a dos, como que están amándose y se odian sin embargo mis dos alas... se odian, se enderezan, se hacen amigas mías para llevarme por todas partes: allá está la canción, aquí la nada... más allá el Pueblo y más acá el Amor... Pero el Pueblo está también más acá... y antes estaba allá también, detrás del Pueblo el Pueblo... Hemos viajado por todos mis caprichos y el Pueblo osando el piso, amándose con alas como las mías... odiando su destino, odiándome y amándome sin alas, con millones de pies, con manos y cabezas y lenguas... y sus mil bocas dicen: "ahora, la suerte ya está echada..."

La mariposa
La mariposa viene hacia mí en la calle, en el aire húmedo, por el aire húmedo bailando, por el aire agobiante, ominoso, bailando en el aire caliente... y yo vi que no era a mí a quien buscaba sino a la muerte... y que no buscaba la muerte también vi, porque no era mariposa de la ciudad de hierro, ni nacida para eso... sino que era mariposa nada más, en la ciudad, presa y ya muerta de antemano, fatalmente... buscando en ese bailar loco y frágil un ala, un grano, una pizca de polen en el cemento... Porque la mariposa nace y no aprende nada hasta que muere en cualquier sitio, herida de muerte por su semana justa, por su tiempo preciso, por su sorbito de vida ya bebida... Eso no es tan triste... triste es ver su cadena de huevos en el hollín, depositados junto a un río de aceite, a la sombra de las altas paredes de cemento... Su cadena de huevos de seda...

Hago falta
Hago falta... yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, si no estoy... Siento que hay un sitio para mí en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que defraudo una espera... Siento la tristeza o la ira inexpresada del compañero, el amor del que me aguarda lastimado... falta mi cara en la gráfica del Pueblo, mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, mis piernas en la marcha, mis zapatos hollando el polvo... los ojos míos en la contemplación del mañana... mis manos en la bandera, en el martillo, en la guitarra, mi lengua en el idioma de todos, el gesto de mi cara en la honda preocupación de mis hermanos.

Exhortación y propósitos
Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra, guitarra negra... Dice Enrique, mi hermano, que hay cierto perro hundido que se lame mansamente y nos lame, lamiéndose, una herida quieta allá al fondo, sentado en su escalón... Y dice más mi hermano el otro Enrique, en Praga: dice que amarte con certeza, hacerte enteramente hembra, darte lo que de vida tengan mis urgencias, será amar más y más a Jaime; amarlo, más de veras... por su alma, su propio perro mordedor bajo el garrote, el cable, el puñetazo, la bolsa de arpillera, el plantón y el insulto... la olvidada mejilla que no ponen ni él ni nadie a golpear... sino con hambre y Rita y José Luis, por Gerardo y Raúl y Rosa y Sara y Mauricio... y por todos nuestros muertos... Y he sabido, guitarra, que este otro perro que criaste, ladrador, campesino, a veces manso o vigilante, que roe su propio hueso en la penumbra y gruñe... cual casi todo perro popular, vagará por tus anchas veredas, tus milongas sangrantes... hasta morir también... tal vez un día... de soledad y rabia... de ternura... o de algún violento amor; de amor... sin duda.

lunes, 30 de marzo de 2020

Resurrección. Música con chicos con síndrome de down

Hace unos años, mi hijo Mateo participó en esta obra musical, escrita para chicos con Síndrome de Down e interpretada con un instrumento persa, una de las culturas más antiguas. 
La obra se llama De repente. Resurreción. 
Buen título para estos tiempos difíciles, 
por eso le vuelvo a reproducir.
      














Hace algunas semanas mi hijo Mateo fue invitado a participar en un proyecto del músico iranie Mehdi Moshtagh.

Se trata de una composición para setar (un instrumento antiguo, de origen persa) que es "un tipo de laúd de mástil largo con tres órdenes de cuerdas", un instrumento muy antiguo cuyo  sonido genera una dulce sensación de belleza y paz.




De repente, resurreción es una obra compuesta especialmente para ser tocado por el setar, saxofon y percusiones y con un coro de chicos con síndrome de down que acompañan con piedra, como coro, la composición. Piedristas, ese fue el crédito en la grabación.



La obra fue compuesta y producida por el propio Mehdi Moshtagh.  El saxofón es magistralmente interpretado por Carlos Pichardo y la interpretación de percusiones de Francisco Bringas. 

Disfrutenlo, tiene que ver con una suerte de homenaje a nuestros chicos que viven y vuelven a vivir y son parte de nuestras vidas, de todos. 



Esto es la resurrección, es la vida.

domingo, 29 de marzo de 2020

Uderzo y la inmortalidad de Astérix

Mi artículo de hoy, 29 de marzo, en Confabulario, de El Universal.


Alberto Uderzo y la inmortalidad de Astérix


El 25 de marzo murió Alberto Uderzo, uno de los creadores de la famosa historieta francesa, quien supo hacer una crítica al mundo contemporáneo sin caer en el chovinismo

POR AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Hace apenas seis meses, ¡tan lejanos ya! en el vertiginoso momento que sobrevive al Covid-19, Astérix cumplió sesenta años de aparecer por vez primera, y los franceses le brindaron grandes homenajes, a la altura de una historieta que permanece en el gusto de millones de lectores y que se convirtió en un símbolo nacional de los franceses al gestar una aldea de galos, capaces de resistir y sobrevivir al poderío romano, al gran imperio que había arrasado y dominado a todo los pueblos de la antigüedad, dejando su raíz y el testimonio de su poder en cada milímetro de aquel mundo.

El homenaje fue inédito para una historieta: varias estaciones del metro parisino cambiaron sus nombres (la estación Roma, se llamó “están locos esos romanos”); el servicio postal emitió una estampilla dedicada a estos personajes y se publicó Generaciones Astérix, que conjuntó a grandes autores que se formaron leyendo a este icono del cómic y, para rematar, apareció un nuevo y añorado número, el 38, de esta serie: La hija de Vercingétorix.

Sorprende que con tan pocos volúmenes publicados, Astérix sea el cómic más traducido en el mundo, pues se ha podido leer en 111 idiomas, y haya vendido más de 365 millones de ejemplares, fenómeno único pues a pesar de que se decía que terminaría con la muerte de sus autores, permanecerá con el cuestionamiento de muchos de sus fans que creen, y están convencidos, que sin sus creadores, jamás será la misma.

Y apenas medio años después de ese aniversario, este 25 de marzo de este funesto 2020, nos ha dejado Uderzo, quien al lado de René Goscinny fue uno de los creadores de Astérix, una de las historietas emblemáticas e históricas en el mundo del cómic.

Alberto Alejandro Uderzo se fue silencioso en un momento en que el mundo entero vive una de sus grandes tragedias y necesita, como la aldea Gala, tener claro cómo sobrevivir a pesar del virus invasor.

El primer número de Astérix, salió el 29 de octubre de 1959, en Pilote, una revista editada por Dargaud y fundada por Gosicinny. En 1961, ante el gran éxito que tuvo, apareció el primer número de la colección que llevó el nombre de “Astérix. El Galo”, y en cuya portada se engalana con el héroe bigotón, con su clásico movimiento circular de brazos, que le caracteriza cuando golpea, en este caso, a un par de romanos que, sin inmutarse apenas, reciben el golpe; atrás, quitado de la pena, como siempre, cargando un menhir, Obelix, que hace unos años fue considerado como el personaje más sexi del cómic.

Así comenzó una de las publicaciones más exitosas del cómic, y cuyo impacto se debe mirar en varias vertientes: como una tímida, y a veces no tanto, lección de historia, pues nos lleva a conocer desde la propia Galia hasta terrenos a veces desconocidos para el mundo mexicano, como Lutecia, la actual París que sigue escondiendo, entre sus bulevares, pedazos de esa historia maravillosa; Helvecia, Córcega, Normandía, Hispania, Egipto, Atenas; pasar y repasar por sus páginas es recorrer un mundo lejano, pero que nos permite regocijarnos con datos y momentos de ayer, con ojos de hoy. Muchos hemos conocido anécdotas, detalles de poblaciones y hasta hemos buscado ir más allá de los datos que nos brindan los ejemplares. A la par, hemos compartido la risa ante lo ridículo de algunas tradiciones.

Pero esta historieta no queda sólo en eso. Los galos nunca fueron un pueblo que sobresaliera especialmente en la antigüedad; los romanos conformaron un gran imperio que influyó a todo el mundo, de entonces y de ahora; sin embargo, Astérix reforzó el orgullo francés, la mentalidad de ser un pueblo triunfador, aunque la realidad lo desmienta (en la historieta, en todos los números, comienza con “Estamos en el años 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor”.

Astérix, sin duda, es parte de la conformación de la identidad gala y es tal su impacto, que la derecha y la izquierda se lo disputan como parte de su entorno ideológico, buscando apropiarse y asumirse como parte de esa aldea invencible.

Escrita y dibujada con una enorme calidad, se convirtió en una obra clásica y, como tal, sigue manteniendo su vigencia.

Las historias que narra relatan una sutil crítica al mundo contemporáneo, sin caer en el chovinismo, se burlan de las naciones por las que circulan nuestros personajes (el número dedicado a Bretaña es de morirse de risa ante el retrato que hacen de los ingleses; pero además, resulta de una sorprendente premonición cuando, en 2017, apareció un personaje llamado CoVid-19 en el ejemplar llamado Astérix en Italia.

Impresiona releer ese número y estremecerse al grito de “¡Coronavirus! ¡Coronavirus!”, que clama la multitud, pues se trata de una carrera de cuadras, en Roma, donde aparece un enmascarado tramposo compitiendo contra nuestros héroes, en una época lejana, ¡hace tres años!, en que nadie podía imaginar que esas palabras se convertirían en las más temidas para la humanidad.

Astérix, como una obra de arte clásica, sigue siendo una lectura vigente.

Brigitte Bardot, una las mujeres más hermosas del cine francés, aparece como la diosa Venus en una de las películas, y en otros números asoman los Beatles, Stan Laurel y Oliver Hardy, el dueto inolvidable del Gordo y el Flaco, durante la original etapa de la historieta; también aparecieron personajes de las últimas décadas como Julián Assange, Sean Connery o el magnate Silvio Berlusconi. Igualmente, el genial dueto de creadores apareció retratado en más de una ocasión.

Pero también brillan los personajes históricos. Julio César es, obviamente, uno de esos protagonistas. La otra es Cleopatra, una de las mujeres que irradiaron con luz propia en la historia de la humanidad.

La publicación, que ganó muchísimo dinero, no estuvo exenta de conflictos; uno de ellos sucedió entre Uderzo y su hija Sylvie que lo había demandado por ceder sus derechos a la editorial Hechette, en un pleito legal de seis años que terminó con la reconciliación y el retiro de las demandas legales.

Astérix muestra el desprecio al poder, es un homenaje a la resistencia, a la tozudez, al sueño de un hombre nuevo y feliz, gracias al humor, a la palabra, a la historia, al arte.

El humor revela el inconsciente del ser humano, muestra la mejor y, sobre todo, la peor parte de la sociedad: el poder. Las verdades que plasman los humoristas no siempre son fidedignas, pero suelen ser impactantes y reflexivas. Discurrir el velo del poder, por ejemplo, es una tarea que se pierde ante el insulto, pero que el humor resalta, como una flecha que toca el corazón. En una viñeta, el druida afirma: “El buen humor de los romanos es una mala señal para nosotros”.

Uderzo murió, pero su obra ya es eterna, la mejor muestra de que el humor puede contribuir y es parte de la propia reconstrucción del mundo.

Goscinny se fue del mundo en 1977. Uderzo nos dejó hace unos días, en un momento en que la desolación de la humanidad parece ser su sino; pero nos dejan una sonrisa y el sueño de que no todo está perdido mientras exista el humor y el arte y que, por tanto, debemos defender ante el autoritarismo de esos locos romanos, léase esos locos y obsesos del poder a quienes les molesta el humor.

viernes, 27 de marzo de 2020

Alfonso Reyes. La cena. Un cuento para estos días de covid

Si quieren conocer una buena obra de Alfonso Reyes, no lean la anacrónica Cartilla Moral. 
Este es un estupendo cuento llamado La Cena. Se los comparto.
Alfonso Reyes por Xavier Villaurrutia

La cena

Alfonso Reyes

Alfo
La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

jueves, 26 de marzo de 2020

Octavio Paz. Poemas para estos días del 2020


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Conversar
En un poema leo:
conversar es divino.
Pero los Dioses no hablan:
hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los Dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el Dios encendido,
es una profecía
de llamas y una torre
de llamas y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

La palabra del hombre
es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen
los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen.
Somos nombres del tiempo.
Conversar es humano.

sábado, 21 de marzo de 2020

David Huerta. Poemas para estos días del 2020

David Huerta es uno de los grandes poetas vivos del mundo.

En estos días difíciles vale la pena leer más y más poesía, esa ventana del yo del mundo.
Les comparto dos poemas: Por la ventana, y Esquina violeta



Por la Ventana


Por la ventana, veo líneas de polvo
y el caedizo rumor material de las cinco de la tarde:
hombres y mujeres atraviesan
una niebla letárgica, se entrecruzan
con monstruos pero no los ven,
lloran sin saberlo al bajar hacia los túneles
del Metro y se hieren
por cualquier cosa. Por la ventana
entran en nuestro cuarto rombos de plata
que asumen, con un centelleo, catadura de fantasmas.
Por la ventana se derrama sobre tu rostro amado
el verdor del jardín, el estallido silencioso
de las jacarandas y los colorines. Por la ventana
como por el libro de diamante —que es otra ventana—
entiendo la expresión Deus sive natura, me inclino
hacia el mundo y recojo gestos de dolor y de exaltación
y ademanes de náufrago, espasmos, finitudes,
largas locuras, pedazos del amor desconcertado,
fulgores de mutilación y bruscos gritos del silencio. 


Esquina violeta

Doblé la esquina y una tela violácea
me cubrió los ojos
con un pañuelo de sinestesia.
Una pared inflamada y una jacaranda
envolvieron los vértices de la tarde.
Avancé con paso titubeante,
enceguecido: toqué la pared
y me cubrí la cara
de la lluvia del árbol. El frío
vibró en las orillas de la primavera. 

lunes, 2 de marzo de 2020

La arrogancia del presidente... Díaz

Como cada mes, aparece mi cartón del mes en la revista Relatos e historias en México. En este número, presento "El pavo", una caricatura que muestra a Porfirio Díaz como un pavorreal, empuñando una espada que dice DICTADURA.

Aunque se publicó en 1877, y apenas tenía un año como gobernante, los caricaturistas intuían que buscaría pemanecer en el poder, da su obsesión por el mismo, como sucedería en los años subsiguientes. 



ADIÓS querido Ziraldo

 El 6 de abril falleció uno de los grandes caricaturistas de este mundo: Ziraldo Alves Pinto, que firmaba como Ziraldo, Premio Quevedos, 200...