Es
curioso, desde Díaz Ordaz, ningún mandatario había satanizado tanto una
manifestación de rechazo a sus política golpeadores, como López Obrador. Un
personaje que trata de amoldar la historia a su histeria.
Lo
terrible, es la abyección de decenas de personajes que repiten como loro macuspano
lo que dice el novísimo emperador.
Como
sucede en la fábula del traje del emperador, el gobernante en turno viste sus
mejores trapitos para gozar del aplauso fácil y rápido, cosa nada difícil de
resolver en una sociedad, como la mexicana, que aplaude a sabiendas que ganará.
Vivimos, revivimos, un
presidencialismo voraz, donde el mandatario quiere sólo aplausos, solo, y suele
recibirlos sin decoro, como en varias ocasiones de nuestra historia, repitiendo
las grandes farsas de nuestros gobernantes en donde, a veces, se generan
epopeyas que, a la postre, se convierten en hechos históricos (expropiación
petrolera, por ejemplo) y otros, generando torpes sainetes que se convertirán
en un fracaso contundente que conduce al basurero de la historia luego de la
histeria sexenal.
Todos los gobernantes siempre
quisieran ser glorificados y pocos tienen el arrojo de nombrarse
transformadores, como este presidente que desde ya, se vistió de libertador de
una transformación al nivel de Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Francisco I. Madero
y Lázaro Cárdenas. En el logo oficial de gobierno, entre sus ensueños está
aparecer junto a ellos, a la manera que Stalin se colocó al lado de Marx,
Engels y Lenin.
Pero
lo onírico, con demasiada frecuencia, suele tornarse en pesadilla.
Se acaba de aprobar, en el vergonzoso Senado, ¡Cómo
hace falta un Belisario Dominguez!, la destrucción del INE.
Serviles, sin escuchar a la sociedad, los
senadores oficiales han pisoteado medio siglo de luchas por la democracia.
Cómo hace medio, como hace cuatro décadas, como
hace treinta años, como tantas y tantas
veces, estaré de nuevo en el Zócalo este domingo 26 de febrero.
Otras vez, como Sísifo, cargando una piedra
para tratar de arribar a la democracia, tan sólo eso.