El domingo de
las muchachas
Los domingos nadie
trabaja, eso dicen.
Es
un día especial, pero en el metro sí hay servicio, digamos normal, aunque los vagones
suelen ir vacíos y silenciosos pues vendedores ambulantes, artistas callejeros, supongo que ladronzuelos y demás asiduos, toman
su día de asueto.
Hay
estaciones cuya fluidez y gente es casi la misma, en cantidad, pero no en
calidad. Chapultepec, Hidalgo, Bellas Artes, Zócalo, Basílica y Pantitlán,
reciben ese día a las viajeras, que casi toda la semana han permanecido en
casa.
Son
fácilmente reconocibles. Huelen a limpio, a que acaban de usar el jabón que
compraron en la fayuca o el que les regaló la señora.
Andan
en pequeños grupos de dos, tres y hasta cuatro. Son jóvenes, casi todas, y se
juntan como los domingos en que salían del rancho para ir a misa al pueblo.
Allá
van. Se les mira en la Basílica de Guadalupe o en la Catedral; a la iglesia de
la colonia donde trabajan evitan asistir pues, dicen algunas, allá van los
patrones y luego las ven mal.
Su
ropa también está limpia, en algunas ocasiones aún usan vestidos chillantes,
como sus ancestros, sólo que son más modernas o pretenden serlo. A veces lucen
algún vestido de "marca", regalo de la señora o pirata del tianguis..
Casi
nadie se maquilla, ni se pinta los labios. Son chaparritas, llevan pelo suelto
y sonríen tímidamente, como descubriendo el mundo.
Las que sí andan de pelo suelto, esperan al galán en la Alameda o en el jardín cercano
de sus “casas”; los novios son soldados, o el panadero o el albañil que
construye en la colonia o en la casa vecina a la que ellas atienden.
Es
el domingo, el día de la creación, el día de la libertad. Van a Chapultepec a
mirar los animales, a remar con el novio, a comer tortas, tostadas y
quesadillas, con agua de limón o de horchata. Las modernas, de cuando en
cuando, comen hamburguesas en McDonalls.
La
ciudad les parece un monstruo. A veces añoran la tranquilidad pueblerina, pero
se reconfortan con la seguridad que tienen para comer, con las comodidades que
gozan muy pocas, sobre todo, aquellas que trabajan en una casa rica y sus
patrones son generosos, cosa poco frecuente; en cambio, a las que chambean con
clasemedieros, cada vez les va peor.
Viven
en pequeños cuartos, compartiendo habitación con los hijos menores de la
familia o, de plano, les han construido un cuartito, como palomar, en la
azotehuela, donde duermen al lado del lavadero o de los tendederos de ropa.
Pero
los domingos olvidan todo eso, se les ve alegres.
Bajan en Bellas Artes y se
encaminan al correo a poner una carta a sus "tatas", donde cuentan
sus vivencias, les mandan un poquito de dinero que alivie un poco sus pesares.
Los
domingos ríen.
A veces van al teatro Blanquita, transitan por la Alameda central, como
en su pueblo: "los muchachos por allí, las muchachas por allá",
soñando con encontrar un hombre que las quiera y no las abandone como muchas
que se equivocaron, un fin de semana, y salieron con su domingo siete.
Ese
día salen temprano de la casa donde están encerradas todos los días, caminan
despacio, disfrutan su descanso; recorren todas las estaciones del metro, pasan
de andén en andén, de línea en línea.
Les
gusta contemplar las calles, desde aquellas líneas que no son subterráneas,
como la dos, la de color azul, de San Antonio Abad a Taxqueña, pero en cuanto
empieza a oscurecer regresan a la casa de sus patrones a esperar el siguiente
domingo para volverse a encontrar con la ciudad, con el metro, con la vida.
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