lunes, 1 de enero de 2018

1 de enero de 2018


No ha transcurrido una hora del nuevo año y como hace más de tres décadas, en esta fecha, me siento frente a mi computadora a escribir, a renovar los sueños, a extrañar a los que se han ido (hace dos años no veo a mi madre) pero también a celebrar la intensidad amorosa con que vivo desde que conozco a mi mujer, hace un cuarto de siglo, bueno, faltan tres meses aún para ello.
No creo que vivimos en el peor de los países como suelen afirmar muchos de mis contemporáneos (hoy leía a un amigo que se pitorreaba de algunos becarios del fonca que se llevan al bolsillo varios miles de pesos mientras se quejan de que el país es de lo peor).
Por supuesto, tampoco creo vivir en paraísos como Venezuela o Cuba, como creen otros de mis amigos (y de varios examigos que me han excomulgado por hacer sorna de esa idea)

Vivo en un país difícil, complicado, peligroso, rudo, con enormes desigualdades sociales, pero también en un México capaz de enfrentar la adversidad, con amorosa solidaridad, como lo mostró hace unos meses, el 19S, cuando millones de mexicanos sufrimos una de nuestras grandes tragedias, y supimos enfrentarlo sacando fuerzas del dolor. Ese país, esos mexicanos, me gustan, me siento orgulloso de ser un mexicano como ellos.
Vivo en un país que necesita cambiar, que necesita organizarse al margen de los partidos y, aunque parezca contradictorio, apoderándose de ellos; sacudirnos de una clase política anacrónica; necesitamos convertirnos en muchos líderes que nos conduzcan (y conduzcamos) hacía un mundo nuevo y diferente, pero sin mesías demagógicos, ni farsantes corruptos, ni políticos brillantes  pero sin sensibilidad y que arrastran (igual que los otros dos) el fardo del autoritarismo priista.
2018 nos enfrenta a una las mayores tragedias de la política mexicana: la lucha entre conservadores contra ultraconservadores. Por primera vez, de 1988, la izquierda fue borrada del mapa. Ello me preocupa mucho pues una buena parte de los logros sociales se los debemos a las luchas de esa izquierda que contra viento y marea se enfrentaron a un poderoso Estado, a un represor gobierno que fue capaz de encarcelar, por ejemplo, a decenas de jóvenes, hace medio siglo, en 1968, tan sólo por cuestionarlo un poco.
La utopía por un mundo de iguales murió hace tiempo, queda una realidad desastrosa, una izquierda dispersa, sin fuerza, débil y otra embelesada por un bufón autoritario y conservador.
Vienen días difíciles.

Conozco el pasado, ese queda ahí y cada quien le da la lectura que quiera, del futuro nada sabemos. Pero aun así soy optimista en que nuestro país cambiará, tomará buen rumbo, no tras las elecciones del 2018 donde nada será modificado, sino más tarde que temprano.

De cualquier manera, miro el camino que transito, observo mi trabajo y creo que, parafraseando a José Joaquín Fernández de Lizardi: hago lo que puedo por mi patria.

Felices años por venir. A enfrentarse a ellos como Don Quijote, con sueños e ilusiones.

No hay comentarios:

Por el fin de los caudillos

  No a los caudillos, si a la pluralidad Agustín Sánchez González Se les mira por las calles en pequeños grupos, portan un chaleco con l...