La lluvia hace todo lento. El tráfico es brutal. Los coches, que no saben
nadar, avanzan metro a metro, aunque, debiera decirse, litro a litro.
En esos días, el transporte es pesado, vaporoso, cansado, caótico. Cuando
llueve, se detiene a cada rato, deja de fluir, parece que se ahogara.
La gente corre a cubrirse del agua. Otros ya no se inmutan, se han mojado
tanto, que ya resulta inútil resguardarse. Y el "¡qué bonito es ver llover
y no mojarse!", es un dicho falso ya que no es nada gracioso esperar
largos minutos a que el metro avance, mientras se observan los embotellamientos
de Tlalpan, por ejemplo.
La lluvia no tiene horario ni fecha en el calendario. El otro día había un sol
esplendoroso por la mañana; la gente dejó el paraguas en casa, volvieron las
ropas primaverales y, cuando menos lo esperábamos, vino el chubasco brutal.
Y el humor no se hace esperar. Hay quien dice que el metro pronto cambiará de
nombre y habrá de llamarse... Litro.
Y
como vamos, no lo dude, así que tome su paraguas y no salga sin él, porque esto
ya parece el diluvio. Sólo falta el buen Noé.
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