En mi libro Posada, editado por Planeta en 2008 y reeditado como el nombre de La portentosa vida de Posada, por ediciones de Don Lupe, en 2013, escribí una reconstrucción imaginaria de cómo fue el día de la muerte de Posada, en un oscuro cuarto de vecindad de Tepito, hace 104 años. El 20 de enero de 2013. En el primer capítulo de mi libro, escribí una recreación imaginaria de cómo pudo haber sido esa última noche.
SE MUERE DON LUPE
Toda la noche ha vomitado sin parar.
La oscura habitación tiene un olor nauseabundo pues la diarrea no se detiene con el atole de arroz, ni con tés de menta o de ruda, ni con ningún otro remedio de las vecinas.
A temprana hora Juan y Manuel han ido a buscar un doctor. De cualquier manera, los dos amigos de parranda saben que ya todo es inútil.
Don Lupe se acaba.
Lleva muchas semanas metiéndole al trago. Su rostro está más que demacrado y la deshidratación por la cagalera es más que obvia.
Hay colillas de cigarro forjado tiradas por doquier.
Danzan calaveras a su alrededor, los sueños se convierten en pesadilla.
Parece una película que se regresa al principio para repasar toda su vida, un viaje a la semilla. En quince días cumpliría 61 años, veintidós mil doscientos días.
Alrededor del petate donde se retuerce de dolor zapatean monstruos fantásticos, bocas con labios rojos que enseñan unos agresivos dientes listos para devorarlo, cuerpos con formas demoníacas, diablos, brujas, gritos lastimeros de la llorona, naguales, fantasmas.
El jolgorio empezó el día de su santo, el día de la Virgencita, el 12 de diciembre, cuando la ciudad, el país, el vecindario conmemoró la aparición del indio Juan Diego; siguieron las nueve jornadas de los santos peregrinos, continuó en la Noche Buena, la Navidad y celebró el fin del año 1912. Nacía uno nuevo, justo cuando la vida, su vida, se le apagaba.
Todo le duele, pero es el alma la que le hace insoportable la existencia. La ruda hierba, la ruda vida.
Cientos de cuartos componen la enorme vecindad ubicada a las orillas de la ciudad de México: es el barrio de Tepito, en la calle de la Paz. Son trescientos miserables cuartuchos, con más de mil almas que andan en la pena y en la pepena.
Cada uno de esos cuchitriles apenas mide tres por tres metros. Los excusados son colectivos, conformados por una larga fila sin puerta y un olor repugnante; afuera una pileta de agua que a veces, con un cubo, se usa para el excusado. Y de los tendederos, que parecen telarañas, cuelgan modestas ropas.
El otrora hombre regordete, ahora de cuerpo flácido y demacrado, parece mirar bailar las calaveras que dibujó hace muchos años, a los diablitos sonrientes, complacidos por su travesura, felices porque recibirán muy pronto a un huésped de lujo, su retratista favorito: don Lupe.
Una vecina le llevó una cazuelita con caldo de gallina y lo encontró llorando, lamentando no poder cerrar los ojos de su Juan Sabino, en ese treceavo aniversario de su muerte.
“¡Don Lupe se muere!”, es el clamor en los lavaderos esa mañana fría de domingo.
Él rememora los últimos días de su vida en el barrio de Tepito, a donde llegó cuando la ciudad lo fue expulsando, primero de Santa Teresa, luego de Santa Inés, más tarde del Cuadrante de Santa Catarina, para llegar a la calle del Carmen y terminar en este sitio donde viven hombres y mujeres que sobreviven en situaciones precarias.
Don Lupe sueña, como todos los días de su vida, pero hoy esos sueños se han tornado en pesadilla, como muchas otras noches más, como casi todas sus últimas noches, como todos sus últimos años.
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