La
ciudad de México es un gran monstruo y su belleza es irremediable. Lo mismo se
alumbra con una hermosa luna llena, que se oscurece con la miseria de cientos
de pordioseros, de niños que debieran estar jugando y apenas si pueden subir a
un automóvil a limpiar el parabrisas.
La luna que la ilumina en los últimos días de
noviembre, una luna llena "grandota, como una pelotota que alumbra el
callejón", diría Chava Flores, anda en el cielo prometiendo incertidumbre.
Una de estas noches se posó sobre Palacio
Nacional. Una luna llena, a punto de estallar y el conejo que le echaron los
dioses teotihuacanos, nos enseña con gusto sus orejas y parece enviarnos un
saludo que pocos respondemos pues casi nadie mira el cielo.
Todo el
mundo anda con la cabeza gacha, caminando con mucha prisa, encerrado dentro de
sus coches, de los necrobuses o de
los taxis; tal vez se encuentran en casa viendo televisión, en silencio, ajenos
al mundo, a esa luna que tiene un claro matiz cromático y que ni se inmuta ante
la falta de saludo, ante la ceguera de los invidentes chilangos que jamás
voltean al cielo.
"Yo pa`arriba volteo muy poco", dice el vate José
Alfredo Jiménez.
Pero la luna sigue allí, en el cielo.
Orgullosa de su belleza, de su luz, de su ser, iluminando la ciudad,
embelleciendo el zócalo capitalino.
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