Este cuento apareció por primera vez en el
libro ¿El crimen como una de las bellas
artes?, una selección de cuentos, resultado del Certamen Nacional del mismo título, convocado por el Instituto de
Cultura de Coahuila, en 2004, donde obtuvo mención de honor.
El Señor Embajador
Agustín
Sánchez González
Camina despacio. Se pasea
por la Puerta del Sol, como si fuera un turista más. Pero no lo es. Es el señor
embajador.
Hace
una mueca y sonríe al mirar la imagen del único fantasma que ahora recorre el
mundo: la infalible eme amarilla, una
enorme letra, iluminada, que apenas permite vislumbrar al oso y el madroño,
símbolo de Madrid.
Saca
del bolsillo un Ducado y se lo pone en la boca, sin encenderlo. Revisa su
cazadora para tomar el mechero, como llaman por acá al encendedor.
Arabes,
africanos y españoles hablan a gritos en la Puerta del Sol. Anda perdido, o
queriéndose perder, entre la marea de madrileños y sudacas, aunque sin confundirse con éstos, pues, él es, y se
siente, un mexicano privilegiado.
“Es
una gloria efímera. Vivir es lo que importa”, piensa, mientras aspira placenteramente
su cigarro.
En
el Museo del Jamón, desde la barra, pide una caña y un pan con jamón serrano.
El mesero, flaco y con espejuelos, grita al cocinero: “Un chiquiiiito misto".
Los
jamones, en las alturas, esperan una o mil bocas. Eso es, realmente, el maná
del cielo. Mirar al techo es encontrarse un bodegón, un regalo de Dios.
Pide agua y el mesero recula:
“El agua es para las ranas, en
España se toma vino”.
Sonríe ante la ocurrencia y
pide un chato de vino.
Puede
pasar desapercibido en una ciudad así. Su país, a ocho mil kilómetros, algunas
veces le inquieta.
No
hay nada que se parezca a San Luis Potosí. Allá nació su padre, un hombre
bueno, casi héroe, casi víctima de un sistema al que sirvió como pocos.
Revisa
mentalmente la nota del periódico mexicano que recibió la tarde anterior, al
tiempo que toma un trago de su chato.
De
dónde habrán sacado que yo pueda aspirar a ser presidente o cuando menos
candidato de la oposición, si ni siquiera sé a ciencia cierta lo que sucede por
allá.
El
personaje que sueña, fue enviado al exilio dentro del más puro estilo de la
política mexicana: se le otorgó un nombramiento como embajador, luego de haber
manejado las finanzas de su país y enfrentarse, por ello, a quien a la postre
sería el candidato oficial, o sea, más tarde, al presidente de la república.
Un
hombre que perdió la vista muy joven, su padre, alguna vez apuntó, en una de
las tarjetas que escribió antes de morir: "¿quién dirá que no quiere ser
ya parte de lo que ha sido?".
Años
después, leyó a otro ciego, Jorge Luis Borges: "que la historia hubiera
copiado a la historia es pasmoso, pero que la historia copie a la literatura es
inconcebible".
Toma
con prisa un cortao y sale con rumbo
a la Plaza Mayor, internándose por las callejuelas que convergen en ella. Se
detiene frente a la estatua en bronce de Felipe III, emperador mediocre a quien
algunos historiadores definían como “poco rey para tanto reino”.
Tiene
tez morena, más bien bronceada, como la del interino aquél, el abogado
tamaulipeco, el presidente provisional que llegó a sustituir al general Alvaro
Obregón cuando éste fue asesinado.
Un
grupo de jóvenes, con el invariable cigarro en la boca, lo instalan en la
belleza de la vida: los ojos zarcos de una joven madrileña lo prenden.
"El
plan de tu vida es éste -le dijo una gitana en Sevilla-, si buscas el poder,
sólo encontrarás la muerte".
Su destino está escrito: él
sólo será lo que es. Él quiere vivir.
Una
de esas jóvenes, pelo largo y minifalda, hermosa en verdad, le pide una firma
para apoyar a ex adictos a la droga y a los enfermos de SIDA.
Su
mirada es tierna, triste y melancólica, aunque con un rayo de optimismo. El
señor embajador contempla la muerte en los ojos de la muchacha. Estampa su
nombre en una hoja llena de garabatos; entrega cinco mil pesetas y recibe, a
cambio, un poemario del colectivo, titulado: Vida para todos.
Hojea
el libro y confirma que debe seguir viviendo para leer a su padre quien, por
extrañas asociaciones, le recuerda al muerto de seis décadas atrás. El manco Obregón, el militar convertido en
político que por ambicioso murió asesinado meses antes de tomar posesión como
presidente; o tal vez -sonríe con malicia-, a tiempo de evitar otra larga y
costosa dictadura.
En
la Gran Vía toma un taxi para volver a casa.
Esa
noche sueña que vuela como un ángel y es embajador en un país llamado España;
un grupo de amigos le pide aceptar la candidatura a la presidencia de México;
de pronto se mira en el Zócalo dirigiendo un mensaje, entresacando citas del
discurso que su padre escribiera para el general Lázaro Cárdenas cuando se
realizó la expropiación petrolera, aquel inolvidable 18 de marzo del mismo año
en que nacía, muy cerca del centro histórico, en un edificio donde ahora,
paradójicamente, en la planta baja, luce una enorme eme amarilla que simboliza todo aquella que el no quisiera más para su
país.
Despierta
sudoroso cuando las imágenes se tornan pesadilla: observa pasar su féretro y se
entera, a través de un noticiero de televisión, que ha sido asesinado en plena
campaña electoral, cinco meses antes de las elecciones. Atisba un periódico que
muestra su rostro desfigurado, y se reconoce, a pesar del bigote.
A
partir de esa noche, la angustia se vuelve recurrente, al igual que el insomnio.
Ha llegado a soñar que su asesino no es descubierto. En medio de la pesadilla,
quiere gritar que él, antiguo embajador y hoy candidato, sabe quién es el
criminal; pero está muerto y no puede hablar, no puede denunciar a los autores.
En
esos días, recibe un paquete de libros publicados en México acerca del mismo
tema: el asesinato del único militar invicto, del gran triunfador de la
revolución mexicana, del general Álvaro Obregón.
Un emisario del poder ha sido
enviado a preguntar sobre los rumores acerca de su postulación; se los lleva
como un regalo, con recuerdos afectuosos de su jefe, el mandatario de la
Nación.
Tantos
muertos en un país con tanta vida.
Una
noche decide desmentir el rumor, aclarar que no pretende ser candidato de la
oposición, que desea continuar en el redil. Es un hombre institucional. Así lo
declara a la prensa de su país.
Días después regresa a México.
Ha sido invitado a ocupar una plaza de ministro de Relaciones Exteriores que el
señor presidente, su otrora enemigo político, le ha ofrecido en pago a su
institucionalidad.
Se instala en la torre del
ministerio. Todo ahí es historia. Los ventanales dan a la Plaza de las Tres
Culturas. Es un trabajo de trámite, tiene todo el tiempo del mundo para
solazarse con la historia, para encontrarse con la literatura.
Revisa
de nuevo la historia mexicana: en 1929, en un país sudamericano, otro embajador
es convencido por un grupo de amigos para ser candidato a la presidencia. Se llamaba Pascual Ortiz Rubio. Acepta,
retorna a México y el mismo día que toma posesión, sufre un atentado, apenas
dos años después del asesinato Obregón.
Toma
los dos volúmenes acerca de la historia de la revolución mexicana que escribió
su padre. Chorrean sangre. Son historias de muerte y de lucha por el poder.
De nuevo hay rumores. Hay
quienes dicen que sigue en pláticas con la oposición para encabezar un
movimiento disidente. El sabe que no es cierto, pero sólo él lo sabe. No bastan los desmentidos.
Su
inconsciente sigue machacando; continúan los sueños, los ojos de tristeza, el
insomnio, la vigilia.
Platica con sus amigos y a
todos les parece una locura sus temores.
-
En México nunca pasa nada -alguien le dice-, y cuando pasa, tampoco sucede
nada.
Retorna
a Madrid para entregar la embajada a su sucesor y aprovecha para tomar
vacaciones, disfrutar esa ciudad sin las presiones diplomáticas, caminar sus
calles, sus vías, su historia.
Una
mañana primaveral, muy temprano, aborda el metro y desciende en la estación
Gran Vía. Sale de ahí como autómata. Camina con lentitud rumbo a la Puerta del
Sol y mira la hora en el legendario reloj.
En México aún es de noche, "la penumbra, como decía su padre, es
una realidad".
Aquí,
muy lejos de aquellas tierras, la vida comienza.
Hace
semanas no sabe nada de su país, ha permanecido releyendo a Ortega y Gasset,
asumiendo una de sus máximas: "Yo soy yo y mi circunstancia".
Su padre, por supuesto, la
rechazaría, señalando, en cambio, la concepción marxista: "En última
instancia, el ser social determina la conciencia".
Sonríe
con tristeza, y también con alegría, al recordarlo. Siempre ha pensado que le
faltó tiempo para hablar con él, para discutir y conocer tantos y tantos
secretos de la misteriosa y veleidosa política mexicana.
Recorre
la calle Arenal, repitiendo los pasos de aquella mañana en que fue al Museo del
Jamón.
Los sueños, de nuevo; las visiones, otra vez.
Mientras
contempla la eme amarilla que recorre al mundo, muy cerca de la Puerta del Sol,
se encuentra de pronto frente a un quiosco de periódicos; en el diario El País alcanza a leer, en primera
plana: "Enorme conmoción: fue asesinado el candidato a la presidencia de
México".

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