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viernes, 12 de diciembre de 2025

El señor Embajador

 


Este cuento apareció por primera vez en el libro ¿El crimen como una de las bellas artes?, una selección de cuentos, resultado del Certamen Nacional del mismo título, convocado por el Instituto de Cultura de Coahuila, en 2004, donde obtuvo mención de honor.


El Señor Embajador

Agustín Sánchez González

 

Camina despacio. Se pasea por la Puerta del Sol, como si fuera un turista más. Pero no lo es. Es el señor embajador.

        Hace una mueca y sonríe al mirar la imagen del único fantasma que ahora recorre el mundo: la infalible eme amarilla, una enorme letra, iluminada, que apenas permite vislumbrar al oso y el madroño, símbolo de Madrid.

        Saca del bolsillo un Ducado y se lo pone en la boca, sin encenderlo. Revisa su cazadora para tomar el mechero, como llaman por acá al encendedor.

        Arabes, africanos y españoles hablan a gritos en la Puerta del Sol. Anda perdido, o queriéndose perder, entre la marea de madrileños y sudacas, aunque sin confundirse con éstos, pues, él es, y se siente, un mexicano privilegiado.

        “Es una gloria efímera. Vivir es lo que importa”, piensa, mientras aspira placenteramente su cigarro.

        En el Museo del Jamón, desde la barra, pide una caña y un pan con jamón serrano. El mesero, flaco y con espejuelos, grita al cocinero: “Un chiquiiiito misto".

        Los jamones, en las alturas, esperan una o mil bocas. Eso es, realmente, el maná del cielo. Mirar al techo es encontrarse un bodegón, un regalo de Dios.

Pide agua y el  mesero recula:

“El agua es para las ranas, en España se toma vino”.

Sonríe ante la ocurrencia y pide un chato de vino.

        Puede pasar desapercibido en una ciudad así. Su país, a ocho mil kilómetros, algunas veces le inquieta.

        No hay nada que se parezca a San Luis Potosí. Allá nació su padre, un hombre bueno, casi héroe, casi víctima de un sistema al que sirvió como pocos.

        Revisa mentalmente la nota del periódico mexicano que recibió la tarde anterior, al tiempo que toma un trago de su chato.

        De dónde habrán sacado que yo pueda aspirar a ser presidente o cuando menos candidato de la oposición, si ni siquiera sé a ciencia cierta lo que sucede por allá.

        El personaje que sueña, fue enviado al exilio dentro del más puro estilo de la política mexicana: se le otorgó un nombramiento como embajador, luego de haber manejado las finanzas de su país y enfrentarse, por ello, a quien a la postre sería el candidato oficial, o sea, más tarde, al presidente de la república.

        Un hombre que perdió la vista muy joven, su padre, alguna vez apuntó, en una de las tarjetas que escribió antes de morir: "¿quién dirá que no quiere ser ya parte de lo que ha sido?".

        Años después, leyó a otro ciego, Jorge Luis Borges: "que la historia hubiera copiado a la historia es pasmoso, pero que la historia copie a la literatura es inconcebible".

        Toma con prisa un cortao y sale con rumbo a la Plaza Mayor, internándose por las callejuelas que convergen en ella. Se detiene frente a la estatua en bronce de Felipe III, emperador mediocre a quien algunos historiadores definían como “poco rey para tanto reino”.

        Tiene tez morena, más bien bronceada, como la del interino aquél, el abogado tamaulipeco, el presidente provisional que llegó a sustituir al general Alvaro Obregón cuando éste fue asesinado.

        Un grupo de jóvenes, con el invariable cigarro en la boca, lo instalan en la belleza de la vida: los ojos zarcos de una joven madrileña lo prenden.

        "El plan de tu vida es éste -le dijo una gitana en Sevilla-, si buscas el poder, sólo encontrarás la muerte".

Su destino está escrito: él sólo será lo que es. Él quiere vivir.

        Una de esas jóvenes, pelo largo y minifalda, hermosa en verdad, le pide una firma para apoyar a ex adictos a la droga y a los enfermos de SIDA.

        Su mirada es tierna, triste y melancólica, aunque con un rayo de optimismo. El señor embajador contempla la muerte en los ojos de la muchacha. Estampa su nombre en una hoja llena de garabatos; entrega cinco mil pesetas y recibe, a cambio, un poemario del colectivo, titulado: Vida para todos.

        Hojea el libro y confirma que debe seguir viviendo para leer a su padre quien, por extrañas asociaciones, le recuerda al muerto de seis décadas atrás. El manco Obregón, el militar convertido en político que por ambicioso murió asesinado meses antes de tomar posesión como presidente; o tal vez -sonríe con malicia-, a tiempo de evitar otra larga y costosa dictadura.

        En la Gran Vía toma un taxi para volver a casa.

        Esa noche sueña que vuela como un ángel y es embajador en un país llamado España; un grupo de amigos le pide aceptar la candidatura a la presidencia de México; de pronto se mira en el Zócalo dirigiendo un mensaje, entresacando citas del discurso que su padre escribiera para el general Lázaro Cárdenas cuando se realizó la expropiación petrolera, aquel inolvidable 18 de marzo del mismo año en que nacía, muy cerca del centro histórico, en un edificio donde ahora, paradójicamente, en la planta baja, luce una enorme eme amarilla que simboliza todo aquella que el no quisiera más para su país.

        Despierta sudoroso cuando las imágenes se tornan pesadilla: observa pasar su féretro y se entera, a través de un noticiero de televisión, que ha sido asesinado en plena campaña electoral, cinco meses antes de las elecciones. Atisba un periódico que muestra su rostro desfigurado, y se reconoce, a pesar del bigote.

        A partir de esa noche, la angustia se vuelve recurrente, al igual que el insomnio. Ha llegado a soñar que su asesino no es descubierto. En medio de la pesadilla, quiere gritar que él, antiguo embajador y hoy candidato, sabe quién es el criminal; pero está muerto y no puede hablar, no puede denunciar a los autores.

        En esos días, recibe un paquete de libros publicados en México acerca del mismo tema: el asesinato del único militar invicto, del gran triunfador de la revolución mexicana, del general Álvaro Obregón.

Un emisario del poder ha sido enviado a preguntar sobre los rumores acerca de su postulación; se los lleva como un regalo, con recuerdos afectuosos de su jefe, el mandatario de la Nación.

        Tantos muertos en un país con tanta vida.

        Una noche decide desmentir el rumor, aclarar que no pretende ser candidato de la oposición, que desea continuar en el redil. Es un hombre institucional. Así lo declara a la prensa de su país.

Días después regresa a México. Ha sido invitado a ocupar una plaza de ministro de Relaciones Exteriores que el señor presidente, su otrora enemigo político, le ha ofrecido en pago a su institucionalidad.

Se instala en la torre del ministerio. Todo ahí es historia. Los ventanales dan a la Plaza de las Tres Culturas. Es un trabajo de trámite, tiene todo el tiempo del mundo para solazarse con la historia, para encontrarse con la literatura.

        Revisa de nuevo la historia mexicana: en 1929, en un país sudamericano, otro embajador es convencido por un grupo de amigos para ser candidato a la presidencia.  Se llamaba Pascual Ortiz Rubio. Acepta, retorna a México y el mismo día que toma posesión, sufre un atentado, apenas dos años después del asesinato Obregón.

        Toma los dos volúmenes acerca de la historia de la revolución mexicana que escribió su padre. Chorrean sangre. Son historias de muerte y de lucha por el poder.

De nuevo hay rumores. Hay quienes dicen que sigue en pláticas con la oposición para encabezar un movimiento disidente. El sabe que no es cierto, pero sólo él lo sabe.  No bastan los desmentidos.

        Su inconsciente sigue machacando; continúan los sueños, los ojos de tristeza, el insomnio, la vigilia.

Platica con sus amigos y a todos les parece una locura sus temores.

        - En México nunca pasa nada -alguien le dice-, y cuando pasa, tampoco sucede nada.

        Retorna a Madrid para entregar la embajada a su sucesor y aprovecha para tomar vacaciones, disfrutar esa ciudad sin las presiones diplomáticas, caminar sus calles, sus vías, su historia.

        Una mañana primaveral, muy temprano, aborda el metro y desciende en la estación Gran Vía. Sale de ahí como autómata. Camina con lentitud rumbo a la Puerta del Sol y mira la hora en el legendario reloj.

            En México aún es de noche, "la penumbra, como decía su padre, es una realidad".

        Aquí, muy lejos de aquellas tierras, la vida comienza.

        Hace semanas no sabe nada de su país, ha permanecido releyendo a Ortega y Gasset, asumiendo una de sus máximas: "Yo soy yo y mi circunstancia".

Su padre, por supuesto, la rechazaría, señalando, en cambio, la concepción marxista: "En última instancia, el ser social determina la conciencia".

        Sonríe con tristeza, y también con alegría, al recordarlo. Siempre ha pensado que le faltó tiempo para hablar con él, para discutir y conocer tantos y tantos secretos de la misteriosa y veleidosa política mexicana.

        Recorre la calle Arenal, repitiendo los pasos de aquella mañana en que fue al Museo del Jamón.

        Los sueños, de nuevo; las visiones, otra vez.

        Mientras contempla la eme amarilla que recorre al mundo, muy cerca de la Puerta del Sol, se encuentra de pronto frente a un quiosco de periódicos; en el diario El País alcanza a leer, en primera plana: "Enorme conmoción: fue asesinado el candidato a la presidencia de México".

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