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sábado, 30 de noviembre de 2024

BEBER LOS VIENTOS

Me decía Chatito, su padre me llamaba Chaval.

        Curioso y cariñoso apelativo a quien posee unas fosas nasales más cercanas a la negritud, como es mi caso.

Pero me dejaba querer desde aquella tarde en que esa españolita me sirvió el más delicioso café exprés que había probado en mi vida.

Esa noche no pude dormir y el corazón me latía a cien.

Eran sus ojos, pero también la cafeína que me provocó taquicardia al tomar un par de tazas más, sólo por mirar cómo sonreía al darse cuenta que la avistaba con insistencia.

Me habían dicho que el amor provoca innumerables reacciones, desde latidos de corazón, hasta mariposas en la barriga; pero nadie me habló de taquicardia ni de insomnio.

Volví a la cafetería muchos días seguidos y a distintas horas: nunca la volví a topar.

“Anda Chaval, coge esas cajas y ponlas sobre el mostrador, si me haces favor”.

Obedecí y me invitó un café como agradecimiento.

“Tu andas todos los días por acá, ¿no haces nada, Chaval? Ando buscando un ayudante en la cafetería. ¿No necesitas trabajo?”

Le dije que no, las clases empezarían pronto y tenía un horario muy complicado.

¿Qué estudias?, preguntó.

Matemáticas, en la facultad de ciencias.

“Hala, igual que la Almudena, mi hija. Ustedes son más raros que un perro verde. La pena es que me salió muy enfermiza”

El corazón pareció estallar, la cafeína volvió a hacer estragos y cuando estaba a punto de preguntar, sonó el ring-ring del teléfono y el hombre se marchó para contestar y desapareció.

Caminaba por esas calles del viejo centro, de la añeja ciudad. Mis pasos daban vueltas sobre López, Independencia, Ayuntamiento; entraba al café a diario, a distintas horas; el barista y los meseros eran nuevos y no sabían de la hija del dueño, o quizá no querían contarme.

Todas esas mañanas sabían a café exprés. Las tardes, en cambio, eran como pompas de jabón.

 

********

 

Corrían los años setenta, tal vez 1976 o 1977. Yo tendría 22 y ella recién había cumplido 20. Tres años pasaron para encontrarla en la biblioteca central de CU. Parecía que no me había reconocido, a pesar de que un par de veces me le puse frente a frente en la mesa en que se consultaban los ficheros bibliográficos.

“Un exprés doble”, dije.

Soltó tremenda carcajada que debió callar por los siseos de los bibliotecarios. Me tomó de la mano, me sacó del lugar y afuera, con desparpajo, dijo. “mira mala bestia, esperaba que tú me saludarás y como no lo hacías, yo tampoco”.

        Escuchar esa voz, mirar sus ojos y sentir su mirada; mi corazón parecía haber tomado un litro de café exprés, la taquicardia gestó una hecatombe que me hizo enmudecer.

        Se veía taciturna, había adelgazado varios kilos.

        Le invité a tomar algo, pero ella tenía que volver a clase (Y yo también)

        Caminamos por las islas de CU. No podía creer tenerla tan cerca después de tantos meses de verla por primera y única vez.

        “¡Nada, qué novio voy a tener!”

        “El domingo vamos al cine, me invitó, antes de despedirse, espero que te guste; ver cine es mi pasión”, dijo, mientras se escurría a su aula de clase y yo marché a la mía.

El domingo nunca llegó.

 

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Estás chalado. Eres una mala bestia.

Eso me dijo la primera vez que le di un beso, en la oscuridad y en medio del silencio estremecedor que se sucedía en el cine Orfeón, cerca del café de su padre, mientras veíamos Psicosis.

Me apretó la mano con tal fuerza que me llegó a lastimar; después me abrazó ante la escena del crimen en la ducha. Nunca su rostro estuvo más cerca de mí, sus labios  se me acercaron tanto que debí unirlos a los míos.

Chatito, eso no se hace, murmuró mientras devolvía el beso.

Fueron tardes de estar juntos casi todo el tiempo. Los exámenes finales, juguetear con ecuaciones, inventar problemas trigonométricos en el pizarrón y quien perdía, se quitaba una prenda.

Signos, números, cero, códigos, símbolos, teoremas, ecuaciones, trigonometría, etcétera, pero nunca hablamos de nada más.

Sólo supe que su cumpleaños era a finales de octubre, que sus padres eran españoles, hijos de refugiados pero que ella era más mexicana que el mole. Nada más.

Conocí a su padre en la cafetería, pero no a su madre, ni siquiera supe si vivía. Lo familiar, lo social, no era más importante que el universo paralelo en que existíamos, esa suerte de vida a través de un espejo que reflejaba una locura de números y sexo, de café y vino tinto.

Un día, sin más, nos casamos.

        Apenas teníamos un año de vida marital cuando empezó a decaer. Hasta entonces supe que tenía leucemia.

Al poco tiempo debí internarla.

Fueron días o meses, tal vez un segundo; en cinco minutos la vida es eterna, dice la canción.

Gracias al seguro de gastos médico que su padre nos regaló de bodas, logramos sufragar los gastos, en el mejor hospital del país y con el mejor oncólogo.

Cuarenta días después de que le dieron de alta, se fue.

No supe a dónde ni cómo.

 

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Un lunes de octubre, pensaba en ella, como tantas veces, como siempre.

Mientras veía los murales del Palacio de Bellas Artes, me topé a una mujer que miraba con acuciosa curiosidad la sandía del mural de Tamayo.

Era ella, diez años después de desaparecer, tras intensa relación amorosa y sexual que nunca he vuelto a sentir.

Me había casado pensando en ella, me había divorciado rumiando en ella.

Opté por no dormir en cama matrimonial para no sentir su ausencia.

Adquirí sendos botones con la pentalfa, un pentágono estrellado que simbolizaba la escuela de Pitágoras. Pero no tenía que ver, en este caso, con el griego, era una broma porque en ese tiempo vivía en la colonia Narvarte, en la calle que llevaba el  nombre del padre de los pitagóricos.

Sólo las matemáticas llenaban mi vida.

Neurosis obsesiva, determinó el psicólogo.

A propósito de nada, Almudena susurró un día, que andaba medio triste: “Mi vida se  deshizo como un azucarillo”. Así me sentía, yo también.

Tan sólo quería saber que había hecho para que se marchara cada vez que nos encontrábamos.

El cine Orfeón era mi refugio. Llegaba antes de empezar la función; mientras iniciaba la película, con la media luz que apenas iluminaba la sala, recorría palma a palmo las butacas, queriendo encontrarla pues, en aquel encuentro fugaz, casi a diario salíamos de la cama al cine y del cine a la cama, fui intensamente feliz. 

“Es que venir al cine es el preámbulo perfecto para hacerte el amor”, me dijo una tarde que fuimos a mi departamento y que llenó con varias mudas de ropa, un par de perfumes, cepillo de dientes y alguna ropa interior. (Hasta hoy, todo guardado en una caja de cartón, perfectamente sellado por si alguna vez volvía).

Y ese día ocurrió.

“Un exprés doble”, susurré a su oído.

Lanzó tal grito, que una decena de alumnos volteó a mirarnos.

Su delgadez era extrema, gruesas ojeras asomaban su faz.

Otra vez, de la cama al cine y del cine a la cama.

“Me voy a Madrid en un par de semanas, lo mismo que hace diez años cuando marché sin decírtelo por el temor de arrepentirme y quedarme para siempre contigo. Hoy sé que no lamentaré y me despediré de ti, para siempre, ahora sí”. (Años después, su padre me dijo que se marchó para no vernos sufrir, ante la recaída que se advertía).

La miré con asombró y luego la besé para que no siguiera hablando de su éxodo.

“Tal vez no debiste dejar que me levantara de tu cama esa mañana friolenta e invernal, me dijo, ni me hubieras dejado partir sola y darme tan sólo un beso al despedirnos. Me hubieras detenido, amarrarme a tu cama (nunca supiste ni averiguaste mis instintos masoquistas, jajá)”

Fueron días oscuros, de ensueños y pesadillas; de nubes que se alejaban a merced del viento. No podía creer. Ni un número, ni una dirección. Se marchó como llegó.

 

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¿Si te viera en el cielo, te reconocería?

        Siglo XXI. Año 2020.

        Treinta y cinco años después del último encuentro.

Increíble, viajar a Granada, lugar de nacimiento de su madre, por pura inercia, por pura intuición. Tres décadas pasan en un suspiro.

En los sueños la realidad no existe, ni siquiera son capaces de sostenernos en esa especie de nube arrasada por un vendaval sin rumbo. En esos desvaríos nocturnos, tampoco somos nosotros; creemos, pero es una falsa percepción.

La magia no existe, el diablo tampoco, mucho menos el cielo, pero hay que buscarlo.

¿Si te viera en el infierno, te reconocería?

Nunca fui a Granada, ni siquiera como quimera.

Temía encontrarte, saber que existías más allá de mí o de la Alhambra.

Una semana atrás, estuve en Madrid, acompañado de mi único hijo que me había invitado a recorrer España para olvidar mi tercero y último divorcio.

Debido a las noticias de una inmediata pandemia debíamos retornar a México. No logró convencerme en volver.

“No pasa nada, le dije, recuerda la influenza de hace años: un par de semanas y se acaba”.

La edad le quita a uno muchos temores, le dije con la certeza plena de mentir.

Me fui a Granada, alquilé una habitación en un airbnb y me dispuse a conocer esa “tierra soñada por dios”, como escribió el Flaco de Oro.

Recordé cuando me regañó por decir que acá estaba el Guadalquivir. Muy docta me dio una lección de la hidrografía granadina.

A la semana de mi arribo, el gobierno español anuncio el encierro inmediato, la prohibición de salir a las calles, salvo a ciertas horas y bajo determinadas circunstancias.

No te había encontrado, ni solicitado un café exprés.

Cien días permanecí encerrado.

El apartamento no tenía ventanas a la calle.  Paseaba como león enjaulado por el breve espacio en que estaba y añoraba tu ausencia. Me aprendí de memoria el cuadro con un paisaje de mar. Conté una a una las líneas que dibujaban las olas.

Miraba con compulsión la televisión; buscaba las noticias en internet pero lejos de disminuir la pandemia, aumentaba. Era doloroso escuchar el número de muertos en el mundo y sentirme más sólo que una estrella fugaz.

Me di cuenta que desde que marchaste estaba más sólo que un perro caminando en el periférico. Más aún, desde antes de conocerte ya estaba solo.

La maldición del COVID me tuvo confinado, sin perspectiva alguna más que ver día y noche la televisión y chatear con mi hijo, que me urgía volver a México.

Comía lo que buenamente podían llevarme, sintiéndome apestado. Tocaban la puerta, dejaban la charola con la comida en el piso y se alejaban casi corriendo.

Dormía en un sofá individual pues la cama, tamaño King, me asustaba, era enorme y solía pensar que las pesadillas cabrían perfectamente.

Ingresaba al baño mientras cambiaban la ropa de cama y limpiaban la habitación o me quedaba en la recámara, casi cubierto, mientras una persona lavaba con rapidez el baño, lo desodorizaba, que fea palabra, y salía como si hubiera visto al demonio de México.

La locura por ti me tenía en esta situación.

Fantaseaba con encontrarte y me dijeras chatito, sólo eso, tras pedirte un café exprés.

Ni siquiera pensaba en el cine pues todas las salas que quedan en el mundo estaban cerradas.

Cada historia de muerte de algún conocido, que mi hijo me hacía saber, era como una puñalada.

Le pedí cesar esas noticias, no quería saberlo.

En este aislamiento empezaba a deducir que Almudena tampoco estaba.

Con todos los riesgos, al llegar el día cien del encierro, decidí volver a México.

En el aeropuerto de Barajas hubiera sido imposible reconocerte; las mascarillas ocultaban los rostros, imposible mirar tus labios.

Entre sollozos, despidiéndose de su familia, una jovencita española le decía a su amiga, “la vida me trata como si yo hubiera dado latigazos a Jesús”.

Contuve la carcajada, aunque me identifiqué con ella, al evocar muchos años por la ausencia de Almudena.

Doce horas de vuelo, con mascarilla y temores del contagio. Parecíamos una panda de leprosos, azuzados por el miedo.

En el cielo, cruzando el océano, volví a pensar: Si me vieras hoy, ¿me reconocerías?

Beber los vientos, fue esta historia.

Aquí estoy ahora.

Es el tiempo, el implacable.

Esos fueron los días, los meses, los años.


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