Me gustaría tener una cámara de video para captar las dulces, y a
veces no tanto, parejas de enamorados.
Hombres y mujeres para quienes el mundo no tiene otro
sentido, cuando menos en ese momento, que él, o la, compañero (a) que llevan al
lado, a la que entregan y de la que reciben, el amor solicitado.
Los enamorados que transitan por el metro son fáciles
de identificar. Casi siempre, se citan bajo el reloj de cualquiera de los
andenes. (A pesar de que los relojes suelen no estar a tiempo. Como tampoco lo
está alguno de los dos).
En el momento crucial, la hora de la cita, se les
puede observar con la chamarra bajo el brazo, si es hombre, y el rostro angustiado
porque han pasado dos minutos y no llega la esperada.
En cuanto se marcha el metro, caminan con desesperación
a lo largo del andén. Al asomar un nuevo convoy, vuelven presurosos a situarse
bajo el reloj, mientras otean las puertas de los vagones, deseando encontrar el
rostro añorado.
Cuando han pasado diez minutos, la angustia aumenta. A
veces, al transcurrir más tiempo, es frecuente encontrar una discreta lágrima
en los ojos.
El reloj es
testigo de grandes pleitos que no esperan otro sitio. Reclamos, enojos y demás;
aunque también sucede lo contrario: el encuentro de manos, rostros iluminados,
la felicidad.
Ya juntos, esperan el siguiente tren abrazados, o
salen a la calle a mostrar al mundo que ellos, por lo pronto, son felices y
saben que hoy es viernes y podrán estar juntos mucho tiempo más que el resto de
la semana.
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