parecen en las calles,
que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de
América, espanto del mundo nuevo."
En
Chilangolandia, las lluvias hacen ver lo in-creíble: automóviles nadando,
grandes ríos en otros tantos charcos, derrumbes en casa de pobres, inundaciones
y goteras en varias estaciones del metro, etcétera.
Pareciera
que Tláloc ha andado celebrando algún cumpleaños, olvidando el control del
agua, no cerrando las llaves; o que San Isidro Labrador, aquel que quitaba el
agua y ponía el sol, anda ocupado en otros menesteres, mientras por estos
rumbos se forman modernas acequias en la ciudad de la esperanza (inútil, como
diría Daniel Santos).
Nos
ahogamos. El famoso "cordonazo" de San Francisco, que se recordaba el
día 4 de octubre, no sucedió. San Panchito lo olvidó y la lluvia sigue.
Andamos
como sopa, los paraguas adornan las tardes lluviosas. Los vendedores ambulantes
hacen su agosto con ellos. Los pobres usan sus hules azules de cinco pesos. La
lluvia hace todo lento. El tráfico es brutal. Los coches, que no saben nadar,
avanzan metro a metro, aunque, debiera decirse, litro a litro.
En
esos días, el transporte es pesado, vaporoso, cansado, caótico. Cuando llueve,
se detiene a cada rato, deja de fluir, parece que se ahogara. La gente corre a
cubrirse del agua. Otros ya no se inmutan, se han mojado tanto, que ya resulta
inútil resguardarse.
Y el "¡qué bonito es ver llover y no
mojarse!', es un dicho falso ya que no es nada gracioso esperar largos minutos
a que el metro avance, mientras se observan los embotellamientos de Tlalpan,
por ejemplo.
La lluvia no tiene horario ni fecha en el
calendario. El otro día había un sol esplendoroso por la mañana; la gente dejó
el paraguas en casa, volvieron las ropas primaverales y, cuando menos lo
esperábamos, vino el chubasco brutal.
Y el humor no se hace esperar. Hay quien dice
que el metro pronto cambiará de nombre y habrá de llamarse... Litro.
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