En Pantitlán la historia es otra, todo es tan distinto.
Es más, hasta arquitectónicamente la estación es fea: una mole de concreto
oscurecida por el smog.
Hay policías y vigilantes por todos los pisos de este
inframundo al que, de haber nacido Dante en esta época, seguramente trasladaría
acá su escenografía.
Pantitlán recibe a toda la gente que llega del oriente
a trabajar a la ciudad; también a los desempleados, que revisan las
posibilidades de chamba que ofrece "El aviso oportuno".
Mateo se siente como personaje de novela de
ciencia-ficción, marcado por una clave, como autómata, avanzando por donde los
ojos de un verdadero Big Brother naco, los vigilan y les ordenan los pasos a
seguir, los inciertos caminos de la vida; hay largas filas para caminar, para
pasar de un pasillo a otro, para comprar boletos. Todo el mundo, sin excepción
alguna, se la pasa así; claro, si se quieren evitar, hay que comprar boletos
más caros con los revendedores que portan gruesos fajos de boletos.
La lentitud que se percibe, contrasta con el ritmo
cotidiano de estos lugares.
Las rejas que colocan los vigilantes impiden el paso,
y aunque las rejas no matan, si atarantan, desesperan a los que buscan
transitar rumbo a los vagones por haber cometido el error de caer en el mismo
lugar y con la misma gente, y es que las señales existentes son tan confusas,
tan irregulares y tan escondidas, que en esos momentos, todos los transeúntes
caminan por inercia.
Ahí están, enrejados, deteniéndose a cada rato, a cada
momento. Nadie voltea hacia atrás, para no correr el peligro de convertirse en
estatua de sal (recordemos que es una zona lacustre). Son notorios los rostros
angustiados de las personas que transitan por ahí, que deben esperar a quienes
van adelante, y los miran avanzar, mientras aguardan su turno.
La separación incluye los sexos: mujeres y hombres
transitan cada cual por un lado distinto. En la sección masculina, sólo hay
mujeres cuando van acompañadas de su pareja.
Por una ventana, en el puente superior, pueden verse
los famosos chimecos asesinos, los peseros azules que van al estado de México,
los verdes "ecológicos", del Distrito Federal y la contaminación
galopante.
Al pasar los
torniquetes, todos se apresuran y al mirar los vagones corren más rápido, se
alejan del infierno para llegar al paraíso, a la gloria.
Sin saber qué hacer, Mateo sube (o lo suben); intenta
descender dos estaciones adelante, la aglomeración se lo impide; discute con
alguien y cuando logra bajar, escucha que le dicen, "Ora, cabrón, al averno".
No hay comentarios:
Publicar un comentario