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viernes, 16 de mayo de 2025

Crónicas de otro fin de siglo

 Han pasado 25 años de que inició este terrorífico siglo XXI. Esos mismos años tiene Milenio Diario a donde me aparecí una mañana de los últimos días del siglo XX a proponerles un texto que sería parte de uno de los libros  que se quedaron, no en el tintero, como se decía antes, sino en la computadora IBM que por aquel entonces tenía y que, como el siglo XX, no existe más.

El 1 de enero de 2000 apareció esta página que me emociona pues empecé el milenio publicando en Milenio, el número 1, del año 1.

El libro nunca apareció, por lo menos hasta ahora, pero el texto sí. Es parte de los textos perdidos de mi vida y que ahora, un cuarto de siglo después, lo recupero para quien tenga el gusto de leerlo.

(Es curioso, el 1 de octubre de 2016, en la edición del Centenario del periódico El Universal, también publiqué dos planas enteras. Es un gusto, de verdad)













jueves, 1 de mayo de 2025

Archipiélago de nostalgias

 

El 28 de julio de 1994, Gustavo García (1954-2013) considerado como uno de los más importantes críticos de cine, profesor, periodista y escritor, a quien no tuve el gusto de conocer, publicó este texto, dedicado a una parte de mi generación, en la sección cultural de El Financiero (una de las mejores secciones de cultura de nuestro país)

 

 


Rescoldo

Archipiélago de nostalgias

GUSTAVO GARCÍA

Después de tanto buscar, resultó que mi generación, ya canosa y cuando no calva, acabó de historiadora. Nacida en los cincuenta, se (de)formó bajo el peso del boom literario latinoamericano y mexicano, el cine experimental y el militante, los mil y un rollo de los sesenta y setenta, sin jamás ocupar las posiciones de las generaciones previas: talentos cinematográficos probados, como Diego López, Ariel Zúñiga, Nicolás Echeverría y Alberto Cortés, verán el fin del sexenio con un solo largometraje agregado a su filmografía; literariamente, la nuestra es una generación lamentable, excepto cuando nos inscribimos en la corriente más firme de los últimos quince años, la literatura histórica.


La Historia se nos echó encima: ya sean los excelentes panoramas y las biografías de Guillermo Sheridan (Los Con- temporáneos ayer, Un corazón adicto) y Fabienne Bradu (Antonieta), la ficción histórica de Eusebio Ruvalcaba (Músico de cortesanas) o la reconstrucción con recursos literarios de Agustín Sánchez González (El general en La Bombilla) por citar lo que tengo a la vista, ahí una generación ha probado sus armas narrativas, sus inquietudes de investigación; la literatura histórica es nuestro Nuevo Periodismo.

Atrás hay generaciones de maestros, de memoriosos que en el salón de clase, en el caos de la sala de redacción, en el encuentro casual, nos relacionaba una cultura con la vida de sus habitantes. Y años después, toda lectura es histórica: la respuesta de Enrique Krauze al subcomandante Marcos en Reforma (25 de julio) enseña que la relación de signos del presente con los equivalentes del pasado puede ofrecer una lectura política más clara que las especulaciones más espesas; el entusiasmo que despiertan los principales candidatos a la presidencia se apoya en el olvido de lo que persona y partido han encarnado en el pasado. Y justo después de que aparezcan los varios volúmenes de la biografía de Porfirio Díaz escrita por Krauze, vendrá una larga serie de biografías perpetradas por puro miembro de esta mi generación, excepto Carlos Monsiváis, que figura porque no podía dejar de hacerlo (profeta si lo hay de nuestras décadas de lectores): Enrique Sema padeció a María Félix y sus memorias y después se desquitó escribiendo la vida de Negrete; José Felipe Coria hizo con la de Javier Solís el formidable melodrama en blanco y negro que el cine mexicano nos debe; Miguel Angel Morales está lidiando con Mario Moreno y aquí su servilleta parió chayotes con Pedro Infante (y sobre todo su parentela, ay nanita) y va tendido con otro Pedro, mientras Serna le hinca el diente a Santa Anna.

Claro, puro historiador cimarrón, biógrafos hechos a tamborazos, coleccionando revistas y libros viejos, entrevistando veteranos, leyendo a los historiadores grandes, casi todos tamizados por el periodismo; otra forma de escribir sobre el pasado, entrevistando a los muertos.

lunes, 21 de abril de 2025

Ministra Pirata

 


Veinte canciones de humor y una sociedad desesperada

Agustín Sánchez González

La indignación por la historia de la cándida abogada y su plagio desalmado, nos hace responder de la única forma que hoy se nos da, ante la ausencia de otras formas de rechazo a la corrupción que vivimos el día de hoy, al avalar una tesis que, me atrevo a afirmarlo, es un burdo plagio.
           En 1997, me plagiaré a mí mismo, escribí: “México debe llegar a un nuevo milenio siendo un país democráti­co. Eso espero, eso creo. Para ello, se impone una tarea: desacralizar todo lo desacralizable. Este libro pretende tan sólo eso. Nuestros gobernantes son hom­bres de carne y hueso, por eso nos reí­mos, no nos queda otra cosa”.
            Hemos dado vuelta a la tortilla y aquellos pasos que dimos por la democratización del país, estamos a un pasito de perderlos. (El golpe al INE es una buena muestra)
            Hoy tenemos una oposición paupérrima y sólo nos queda a la sociedad civil defendernos. Es poco, pero es mucho, lo que podemos hacer. 
          A los tiranos les molesta el humor, lo único que les duele es que te rías de ellos y sus desplantes majaderos y autoritarios.
          El año pasado, 2024, en twitter apareción una suerte de convocatoria de @tatianotzin, señalando “Abramos hilo de canciones usando “plagiar”.
          La convocatoria fue un enorme éxito; más de cincuenta plagios que muestran que es un honor plagiar con Obrador. 
       Empezaron con títulos y después con letras de canciones. 
       La MInistra Pirata se lo merece.
       He aquí una antología de estas canciones. Disculparán que no ponga los autores para no hacer engorroso el texto.

1.      “Tres veces te plagié”

2.      “Ya llegó, ya llegó, ya llegó la ministra  plagiadorA”

3.      “EL listón de tu plagio”

4.      “Quiero dormir plagiado”.

5.      “Caminito de la escuela

Apurándose a plagiar…”

6.      “Yo sé bien que estoy plagiando,

pero el día que me cachen sé que lo voy a negar,

negar y negar, negar y negar.

7.      "Cómo yo plagié, jamás te lo podrás imaginar,

pues fue una hermosa forma de sentir."

8.      “Estas son las mañanitas

Que plagiaba la Jazmín”

9.      Plágiame, plágiame mucho

Como si fuera la tesis que yo te plagié

10.  El me plagió, él me dijo que plagiaba

Y era verdad, que plagiaba

11.  Échame a mí la culpa

De que plagiaste”.

12.  “Si tú me hubieras dicho siempre la verdad,

Si hubieras respondido cuando te plagié”

13.  “Adoro, el plagio en que vivimos”

14.  “Serás mi plagio bandido, bandido”

15.  “Plagie en mi penca del maguey tu tesis”

16.  “Y si Adelita plagiara con otro!

17.  “Salías del plagio un día llorona,

cuando al plagiar yo te vi...

El que no sabe de plagios, llorona sí sabe lo que es martirio...

Dos plagios llevo en el alma, llorona Que no se apartan de mí...

18.  “Cómo no voy a plagiarte

Si plagiando soy feliz”

19. Ven ven a plagiarme a mí.


20.  “Mexicanos al grito de plagio”

      

Terrible, en unos meses es muy probable que presidiriá la presidencia del Poder Judicial  una plagiaria.

Pobre país, tan lejos de dios y tan cerca de MORENA


domingo, 15 de diciembre de 2024

Todos mis libros contienen una dosis de humor

 


Todos mis libros contienen una dosis de humor: Agustín Sánchez

Estudioso de la vida cotidiana y la caricatura, ha publicado una treintena de libros, entre los que destacan sus diversos libros en torno a José Guadalupe Posada. 

Redacción
Diciembre 15, 2024

Leer la obra de Agustín Sánchez González es un placer obligado por muchas razones. Su trabajo literario y periodístico se caracteriza por la crítica y el humor que ha impregnado en cada uno de sus escritos.

Son ya 50 años de llevarse de tú a tú con la pluma; de sentir a flor de piel la vida cotidiana que le rodea, siempre con una mirada aguda, ácida. Desde hace casi tres décadas, el trabajo de Sánchez González es ya un referente de la vida cultural de México. Es por ello, que los libreros de viejo, de Guadalajara, le hicieron un homenaje en esa ciudad, hace unas semanas.

La pluma de Agustín se ha contoneado por distintos ángulos: desde el humor gráfico, la nota roja, el periodismo, la crónica histórica y literaria, hasta los personajes de los que nadie había escrito. 

Estudioso del humor y la caricatura, ha publicado una treintena de libros, entre los que destacan, por mencionar algunos, Fidel, una historia de poder, El General de la Bombilla, La historia de la caricatura en México, Un dulce sabor a muerte, La historia de la caricatura en México y varios más sobre José Guadalupe Posada, uno de los personajes que han dejado huella en la carrera literaria de Sánchez. 

Gracias a su exhaustivo trabajo e investigación sobre Guadalupe Posada, Agustín Sánchez ha sido invitado a varios países del mundo para hablar de la vida y obra de este personaje, que ya es conocido a nivel mundial.

En una charla con este diario, el historiador, escritor y periodista hace un recuento de su trabajo literario y de los temas que lo apasionan: la historia, el humor y la vida cotidiana. 

-¿Cuál es el tema que más le apasiona a Agustín Sánchez?

-Un día descubrí en el Museo de Antropología que me gustaba ver la maqueta del mercado y desde mi concepción la historia empezó a ver eso, la vida cotidiana y eso se refleja en la historia, en la literatura y ¿cuál es la vida cotidiana? Pues todo. 

Con más de 30 libros en su haber y un sin fin de colaboraciones, antologías y libros en colectivo publicados, ¿cuál es el que más le ha gustado?

“Los libros son como los hijos, no puedes tener uno favorito. Cada uno tiene sus gracias, pero si a alguno hay que ponerle la suya es al de Fidel, una historia de poder,  fue un hitazo en el mundo editorial, fue un libro bendecido por Carlos Monsiváis y “palomeado” por Miguel Ángel Granados Chapa.

“Eso me emocionó mucho porque además apoyaron. Monsiváis, sin conocerme, presentó el libro y se echó un rollo muy interesante. Fue un libro que vendió más de 20 mil ejemplares y el que me abrió puertas al mundo editorial”, rememora Agustín.  

Otro libro que dejó huella en Sánchez fue El General de la Bombilla, la historia del asesinato de Álvaro Obregón, el cual vendió 10 mil ejemplares porque coincidió con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, en 1994. 

El humor y el sentido crítico es algo que lleva en la sangre el escritor nacido en Azcapotzalco, quizá por ello escribió Mejores chistes sobre presidentes. Sobre el humor tiene su particular punto de vista: 

“Siempre he pensado que el humor te puede descubrir o te descubre muchas cosas de la sociedad mexicana, de la política. De hecho, todos mis libros tienen una dosis de humor”.

-¿Es necesario hoy día el humor para escribir? 

-Es necesario, pero cada día es más difícil por los controles que hay; porque todo es políticamente correcto. De repente ya no puedes hacer chistes de nada y por otro lado, tenemos una sociedad polarizada y esto hace más difícil enfrentar el humor ante el poder.

Hoy día, por ejemplo, buena parte de los caricaturistas, otrora críticos, como los que participan en el Chamuco, dejaron a un lado la crítica al poder del Estado, se han convertido en porristas (o porros) del mismo. Confunden militancia con sumisión. 

-¿Qué futuro le depara al humor? 

-Existe, tampoco se puede acabar; lo vemos en algunos periódicos de circulación nacional donde hay gente que no se agacha más que para dibujar. El humor no dice la verdad, pero la desnuda, la muestra. Por eso la caricatura es tan contundente: unas cuantas líneas te dicen todo, te desnudan, como en la fábula del traje del emperador.

El humor y la caricatura se han vuelto un referente en la obra de Agustín Sánchez, “un referente que finalmente tiene que ver con la vida cotidiana, el humor, la historia y con los libros de viejo”, concluye el historiador y escritor mexicano.

Información de Angélica Ruiz

JORNADA ESTADO DE MEXICO, 15 de diciembre de 2024

sábado, 30 de noviembre de 2024

BEBER LOS VIENTOS

Me decía Chatito, su padre me llamaba Chaval.

        Curioso y cariñoso apelativo a quien posee unas fosas nasales más cercanas a la negritud, como es mi caso.

Pero me dejaba querer desde aquella tarde en que esa españolita me sirvió el más delicioso café exprés que había probado en mi vida.

Esa noche no pude dormir y el corazón me latía a cien.

Eran sus ojos, pero también la cafeína que me provocó taquicardia al tomar un par de tazas más, sólo por mirar cómo sonreía al darse cuenta que la avistaba con insistencia.

Me habían dicho que el amor provoca innumerables reacciones, desde latidos de corazón, hasta mariposas en la barriga; pero nadie me habló de taquicardia ni de insomnio.

Volví a la cafetería muchos días seguidos y a distintas horas: nunca la volví a topar.

“Anda Chaval, coge esas cajas y ponlas sobre el mostrador, si me haces favor”.

Obedecí y me invitó un café como agradecimiento.

“Tu andas todos los días por acá, ¿no haces nada, Chaval? Ando buscando un ayudante en la cafetería. ¿No necesitas trabajo?”

Le dije que no, las clases empezarían pronto y tenía un horario muy complicado.

¿Qué estudias?, preguntó.

Matemáticas, en la facultad de ciencias.

“Hala, igual que la Almudena, mi hija. Ustedes son más raros que un perro verde. La pena es que me salió muy enfermiza”

El corazón pareció estallar, la cafeína volvió a hacer estragos y cuando estaba a punto de preguntar, sonó el ring-ring del teléfono y el hombre se marchó para contestar y desapareció.

Caminaba por esas calles del viejo centro, de la añeja ciudad. Mis pasos daban vueltas sobre López, Independencia, Ayuntamiento; entraba al café a diario, a distintas horas; el barista y los meseros eran nuevos y no sabían de la hija del dueño, o quizá no querían contarme.

Todas esas mañanas sabían a café exprés. Las tardes, en cambio, eran como pompas de jabón.

 

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Corrían los años setenta, tal vez 1976 o 1977. Yo tendría 22 y ella recién había cumplido 20. Tres años pasaron para encontrarla en la biblioteca central de CU. Parecía que no me había reconocido, a pesar de que un par de veces me le puse frente a frente en la mesa en que se consultaban los ficheros bibliográficos.

“Un exprés doble”, dije.

Soltó tremenda carcajada que debió callar por los siseos de los bibliotecarios. Me tomó de la mano, me sacó del lugar y afuera, con desparpajo, dijo. “mira mala bestia, esperaba que tú me saludarás y como no lo hacías, yo tampoco”.

        Escuchar esa voz, mirar sus ojos y sentir su mirada; mi corazón parecía haber tomado un litro de café exprés, la taquicardia gestó una hecatombe que me hizo enmudecer.

        Se veía taciturna, había adelgazado varios kilos.

        Le invité a tomar algo, pero ella tenía que volver a clase (Y yo también)

        Caminamos por las islas de CU. No podía creer tenerla tan cerca después de tantos meses de verla por primera y única vez.

        “¡Nada, qué novio voy a tener!”

        “El domingo vamos al cine, me invitó, antes de despedirse, espero que te guste; ver cine es mi pasión”, dijo, mientras se escurría a su aula de clase y yo marché a la mía.

El domingo nunca llegó.

 

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Estás chalado. Eres una mala bestia.

Eso me dijo la primera vez que le di un beso, en la oscuridad y en medio del silencio estremecedor que se sucedía en el cine Orfeón, cerca del café de su padre, mientras veíamos Psicosis.

Me apretó la mano con tal fuerza que me llegó a lastimar; después me abrazó ante la escena del crimen en la ducha. Nunca su rostro estuvo más cerca de mí, sus labios  se me acercaron tanto que debí unirlos a los míos.

Chatito, eso no se hace, murmuró mientras devolvía el beso.

Fueron tardes de estar juntos casi todo el tiempo. Los exámenes finales, juguetear con ecuaciones, inventar problemas trigonométricos en el pizarrón y quien perdía, se quitaba una prenda.

Signos, números, cero, códigos, símbolos, teoremas, ecuaciones, trigonometría, etcétera, pero nunca hablamos de nada más.

Sólo supe que su cumpleaños era a finales de octubre, que sus padres eran españoles, hijos de refugiados pero que ella era más mexicana que el mole. Nada más.

Conocí a su padre en la cafetería, pero no a su madre, ni siquiera supe si vivía. Lo familiar, lo social, no era más importante que el universo paralelo en que existíamos, esa suerte de vida a través de un espejo que reflejaba una locura de números y sexo, de café y vino tinto.

Un día, sin más, nos casamos.

        Apenas teníamos un año de vida marital cuando empezó a decaer. Hasta entonces supe que tenía leucemia.

Al poco tiempo debí internarla.

Fueron días o meses, tal vez un segundo; en cinco minutos la vida es eterna, dice la canción.

Gracias al seguro de gastos médico que su padre nos regaló de bodas, logramos sufragar los gastos, en el mejor hospital del país y con el mejor oncólogo.

Cuarenta días después de que le dieron de alta, se fue.

No supe a dónde ni cómo.

 

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Un lunes de octubre, pensaba en ella, como tantas veces, como siempre.

Mientras veía los murales del Palacio de Bellas Artes, me topé a una mujer que miraba con acuciosa curiosidad la sandía del mural de Tamayo.

Era ella, diez años después de desaparecer, tras intensa relación amorosa y sexual que nunca he vuelto a sentir.

Me había casado pensando en ella, me había divorciado rumiando en ella.

Opté por no dormir en cama matrimonial para no sentir su ausencia.

Adquirí sendos botones con la pentalfa, un pentágono estrellado que simbolizaba la escuela de Pitágoras. Pero no tenía que ver, en este caso, con el griego, era una broma porque en ese tiempo vivía en la colonia Narvarte, en la calle que llevaba el  nombre del padre de los pitagóricos.

Sólo las matemáticas llenaban mi vida.

Neurosis obsesiva, determinó el psicólogo.

A propósito de nada, Almudena susurró un día, que andaba medio triste: “Mi vida se  deshizo como un azucarillo”. Así me sentía, yo también.

Tan sólo quería saber que había hecho para que se marchara cada vez que nos encontrábamos.

El cine Orfeón era mi refugio. Llegaba antes de empezar la función; mientras iniciaba la película, con la media luz que apenas iluminaba la sala, recorría palma a palmo las butacas, queriendo encontrarla pues, en aquel encuentro fugaz, casi a diario salíamos de la cama al cine y del cine a la cama, fui intensamente feliz. 

“Es que venir al cine es el preámbulo perfecto para hacerte el amor”, me dijo una tarde que fuimos a mi departamento y que llenó con varias mudas de ropa, un par de perfumes, cepillo de dientes y alguna ropa interior. (Hasta hoy, todo guardado en una caja de cartón, perfectamente sellado por si alguna vez volvía).

Y ese día ocurrió.

“Un exprés doble”, susurré a su oído.

Lanzó tal grito, que una decena de alumnos volteó a mirarnos.

Su delgadez era extrema, gruesas ojeras asomaban su faz.

Otra vez, de la cama al cine y del cine a la cama.

“Me voy a Madrid en un par de semanas, lo mismo que hace diez años cuando marché sin decírtelo por el temor de arrepentirme y quedarme para siempre contigo. Hoy sé que no lamentaré y me despediré de ti, para siempre, ahora sí”. (Años después, su padre me dijo que se marchó para no vernos sufrir, ante la recaída que se advertía).

La miré con asombró y luego la besé para que no siguiera hablando de su éxodo.

“Tal vez no debiste dejar que me levantara de tu cama esa mañana friolenta e invernal, me dijo, ni me hubieras dejado partir sola y darme tan sólo un beso al despedirnos. Me hubieras detenido, amarrarme a tu cama (nunca supiste ni averiguaste mis instintos masoquistas, jajá)”

Fueron días oscuros, de ensueños y pesadillas; de nubes que se alejaban a merced del viento. No podía creer. Ni un número, ni una dirección. Se marchó como llegó.

 

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¿Si te viera en el cielo, te reconocería?

        Siglo XXI. Año 2020.

        Treinta y cinco años después del último encuentro.

Increíble, viajar a Granada, lugar de nacimiento de su madre, por pura inercia, por pura intuición. Tres décadas pasan en un suspiro.

En los sueños la realidad no existe, ni siquiera son capaces de sostenernos en esa especie de nube arrasada por un vendaval sin rumbo. En esos desvaríos nocturnos, tampoco somos nosotros; creemos, pero es una falsa percepción.

La magia no existe, el diablo tampoco, mucho menos el cielo, pero hay que buscarlo.

¿Si te viera en el infierno, te reconocería?

Nunca fui a Granada, ni siquiera como quimera.

Temía encontrarte, saber que existías más allá de mí o de la Alhambra.

Una semana atrás, estuve en Madrid, acompañado de mi único hijo que me había invitado a recorrer España para olvidar mi tercero y último divorcio.

Debido a las noticias de una inmediata pandemia debíamos retornar a México. No logró convencerme en volver.

“No pasa nada, le dije, recuerda la influenza de hace años: un par de semanas y se acaba”.

La edad le quita a uno muchos temores, le dije con la certeza plena de mentir.

Me fui a Granada, alquilé una habitación en un airbnb y me dispuse a conocer esa “tierra soñada por dios”, como escribió el Flaco de Oro.

Recordé cuando me regañó por decir que acá estaba el Guadalquivir. Muy docta me dio una lección de la hidrografía granadina.

A la semana de mi arribo, el gobierno español anuncio el encierro inmediato, la prohibición de salir a las calles, salvo a ciertas horas y bajo determinadas circunstancias.

No te había encontrado, ni solicitado un café exprés.

Cien días permanecí encerrado.

El apartamento no tenía ventanas a la calle.  Paseaba como león enjaulado por el breve espacio en que estaba y añoraba tu ausencia. Me aprendí de memoria el cuadro con un paisaje de mar. Conté una a una las líneas que dibujaban las olas.

Miraba con compulsión la televisión; buscaba las noticias en internet pero lejos de disminuir la pandemia, aumentaba. Era doloroso escuchar el número de muertos en el mundo y sentirme más sólo que una estrella fugaz.

Me di cuenta que desde que marchaste estaba más sólo que un perro caminando en el periférico. Más aún, desde antes de conocerte ya estaba solo.

La maldición del COVID me tuvo confinado, sin perspectiva alguna más que ver día y noche la televisión y chatear con mi hijo, que me urgía volver a México.

Comía lo que buenamente podían llevarme, sintiéndome apestado. Tocaban la puerta, dejaban la charola con la comida en el piso y se alejaban casi corriendo.

Dormía en un sofá individual pues la cama, tamaño King, me asustaba, era enorme y solía pensar que las pesadillas cabrían perfectamente.

Ingresaba al baño mientras cambiaban la ropa de cama y limpiaban la habitación o me quedaba en la recámara, casi cubierto, mientras una persona lavaba con rapidez el baño, lo desodorizaba, que fea palabra, y salía como si hubiera visto al demonio de México.

La locura por ti me tenía en esta situación.

Fantaseaba con encontrarte y me dijeras chatito, sólo eso, tras pedirte un café exprés.

Ni siquiera pensaba en el cine pues todas las salas que quedan en el mundo estaban cerradas.

Cada historia de muerte de algún conocido, que mi hijo me hacía saber, era como una puñalada.

Le pedí cesar esas noticias, no quería saberlo.

En este aislamiento empezaba a deducir que Almudena tampoco estaba.

Con todos los riesgos, al llegar el día cien del encierro, decidí volver a México.

En el aeropuerto de Barajas hubiera sido imposible reconocerte; las mascarillas ocultaban los rostros, imposible mirar tus labios.

Entre sollozos, despidiéndose de su familia, una jovencita española le decía a su amiga, “la vida me trata como si yo hubiera dado latigazos a Jesús”.

Contuve la carcajada, aunque me identifiqué con ella, al evocar muchos años por la ausencia de Almudena.

Doce horas de vuelo, con mascarilla y temores del contagio. Parecíamos una panda de leprosos, azuzados por el miedo.

En el cielo, cruzando el océano, volví a pensar: Si me vieras hoy, ¿me reconocerías?

Beber los vientos, fue esta historia.

Aquí estoy ahora.

Es el tiempo, el implacable.

Esos fueron los días, los meses, los años.


No a la farsa electoral

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