El indigenismo. Desmitificando ando
Este texto desmonta idealizaciones sobre los pueblos originarios y
manifiesta la necesidad urgente de comprender la diversidad desde la
cotidianidad
Hugo Aguilar, presidente de
la SCJN, en la ceremonia de entrega de bastones de
mando a los nuevos
ministros, el 1 de septiembre.
Crédito: DIEGO SIMÓN
SÁNCHEZ / cuartoscuro
A finales de los años ochenta, del siglo pasado, me invitaron a
impartir un curso de introducción a la historia, una asignatura de la
licenciatura en etnolingüística, del INI. Semana a semana viajaba a San Pablo Apetatitlán y me enfrentaba, por vez
primera, a una aplastante mayoría de profesores bilingües, indígenas, de todo el país,
becados en esa pequeña población tlaxcalteca.
“Dale tu mano al indio”, de Mercedes Sosa, me había decepcionado más de una
vez cuando contemporáneos militantes de la izquierda histórica e histérica la
cantaban, mientras se tapaban las narices cuando una “María” se subía al
autobús donde regresábamos de CU, o cuando una novia que tuve, a la que le
encantaba vestir con blusas oaxaqueñas, llegó corriendo a casa después de que
le pidieran cargar a un niño mientras su madre se levantaba para ir por una
Coca Cola a la tienda de la esquina.
Los profesores, contemporáneos míos, por cierto, tenían un sentido
del humor muy perro. Lo ignoraba, no sabía si sería capaz de soltar, en algún
momento, uno de mis cotidianos chistes. Pronto me di cuenta que sí sería
posible, pues compartían esa “mala leche nacional”.
“Los inditos están tristes porque
dejaron sus cuevas”; “¡Ese patarajada qué va a saber de los mayas, si no conoce
ni Pátzcuaro!”. Y los chismes: “Cuando regresen a sus
comunidades hasta sangre habrá: ellos están muy enamorados y sus pueblos se
odian entre sí”.
Nunca logré conocer el apodo que debí tener; en cambio, recibí
media docena de cartas al terminar el curso; una de ellas me agradecía el
cuestionamiento que hacía de esa mitificación.
¿En qué momento, nuestra decadente
clase media, media izquierdosa, mitificó a este complejo y diverso grupo
social?
Hablar de indigenismo es hablar de
una diversidad, así como los mestizos somos morenos, blancos, chaparros, altos,
ojo verde, ojo café, cabello negro, sin cabello, etc. Vivimos en la Bondojo,
Iztapalapa, Tepito, la Merced, en el antiguo DeFectuoso.
¿Hay pueblos originarios? ¿Quién inventó es cosa loca? Me gusta la historia, por eso llevo medio siglo investigando ese divertimento.
Hace veinte años vivo en un “pueblo originario” de la ciudad de México. Lo único que queda de ello es la maravillosa iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, del siglo XVI. Hay varias fiestas patronales, vinculadas a la iglesia, como las de Santiago Apóstol y las de la Santa Cruz. Somos una comunidad mestiza que, creo, nada tenemos de originaria, ni siquiera el bailongo de salsa con que amenizan esas fiestonas.
Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, del siglo XVI. Archivo de El Universal
Vivimos en un país que es un conjunto, un abanico de culturas y nuestra
existencia misma demuestra que no somos únicos. Venimos de historias antiguas,
donde la conquista y el despojo es el sino de todos nuestros antepasados.
Por la península española pasaron los iberos, de origen
indo-escita (nómadas provenientes de Asia Central), celtas, arios, godos,
fenicios, romanos, árabes, judíos; en el territorio que hoy cubre México, las
naciones y los grupos nómadas se contaban por decenas. Aún hoy, se hablan “por
lo menos sesenta y ocho lenguas distintas, aunque son tan variadas entre sí,
que los expertos no tienen claro cuántas son exactamente”, se lee en el libro Los pueblos indígenas de México. Una mirada en el tiempo,
publicado por el INI.
Esas comunidades, minoritarias y
sojuzgadas, en muchísimos casos por otros pueblos indígenas, son mexicanos;
como las migraciones que llegaron de China o Japón, del Líbano o de Turquía; de
los herederos de los negros que trajeron de manera cruel de África,
condenándolos al esclavismo.
Desde el sexenio pasado se habla de
manera formal (y como insulto) del racismo aunque, desde siempre, se les trata,
de manera oficial y casi como consigna social, con un respeto en el discurso y
con un menosprecio en la realidad.
Es verdad que los mexicanos somos
racistas y siempre lo negamos; pero lo somos en función del poder, no de la
raza.
Una de las mayores mitificaciones
se realiza en estos días cuando se habla del nuevo presidente del espurio Poder
Judicial, a quien se le atribuyen todas las virtudes por ser “indígena”, como
si eso lo convirtiera en su ser extraordinario y él mismo, con toda impunidad,
se pasea con huaraches y ropaje indígena, negando la indumentaria jurídica,
cuyo significado es la neutralidad (la ejerzan o no, ese es otro problema).
Los indígenas, como los mestizos,
blancos, negros o de cualquier color y sexo, son gente buena, en su mayoría;
pero en toda la humanidad hay gente mala y quienes asumen el poder,
difícilmente, es gente buena (aunque pueda haberla).
Flores Magón lo
dijo poéticamente: “Capital, Autoridad, Clero: he ahí la trinidad sombría que
hace de esta bella tierra un paraíso para los que han logrado acaparar en sus
garras por astucia, la violencia y el crimen, el producto del sudor, de la
sangre, de las lágrimas y del sacrificio de miles de generaciones de
trabajadores, y un infierno para los que con sus brazos y su inteligencia
trabajan la tierra, mueven la maquinaria, edifican las casas, transportan los
productos…”.
No mitifiquemos. Buena parte de las comunidades indígenas fueron
masacradas por los propios caciques... indígenas.
Me viene a la mente, ya en términos presidenciales, Victoriano Huerta, un detestable personaje, de
origen huichol, que gestó el único golpe de Estado en nuestra historia, en
contubernio con al embajada de Estados Unidos, y que culminó con el cobarde
asesinato de Francisco I Madero.
Hay que dejar de glorificar, de mitificar. Ninguna raza es buena per se.
México es un país multicultural,
esa es su grandeza.
El poder, en cambio, iguala a
cualquier raza, clase social, origen o sexo.
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