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Entre las ocho y
las nueve de la noche, los habitantes de la ciudad se disponían a descansar del
diario laborar, cuando las campanas de la iglesia de San Agustín empezaron a
repicar, dando el toque de alarma, debido a un peligroso incendio que comenzó a
propagarse en las bodegas adyacentes al circo del señor Chiarini que avanzaban
vertiginosamente por esos rumbos.
El sonido de las campanas de San
Agustín, imitado por las iglesias circunvecinas, alertó a la población, produciendo
espanto en la mayoría del vecindario que presenciaban desde los balcones y
azoteas cómo se iba extendiendo el fuego; hubo un momento en que las llamas
sobrepasaba, con mucho, las torres del campanario.
Fue una terrible noche en donde, sin
saberse cómo ni en qué momento, "se declaró fuego en aquellas materias,
que encerradas en un circuito de madera muy seca y vieja, hizo las veces de una
gran lámpara, que iluminó, sin hipérbole, más de medio perímetro de la
ciudad".
La incesante luz que emanaba de
aquel lugar y las constantes tañidos de las campanas provocaban calofríos,
rezos, arrepentimiento y perdón a Dios ante el peligro por la conflagración,
misma que parecía no tener fin.
Por fortuna, la voracidad del
incendio no se llevó consigo a ninguna persona y, además, como el circo se
hallaba lejos de los muros, el edificio de San Agustín permaneció a salvo.
Las pérdidas sólo consistieron en el
valor del petróleo, así como las pacas de algodón guardadas en la bodega y en
el pequeño circo, que quedó en ruinas.
Alguien recordó que la historia de
ese lugar se había iniciado hacía algunos tiempo cuando, en los terrenos del
antiguo convento, fue instalado este circo, propiedad de José Chiarini, un
italiano que exhibía al público una compañía ecuestre, con ejercicios de
destreza y fuerza, realzando lujos y magnificencia como jamás había presenciado
la ciudad.
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Los padres agustinos le habían
alquilado una parte del terreno, en los patios desocupados y el empresario
instaló el Gran Salón de Chiarini, un enorme circo que contaba con cincuenta
lunetas, dos graderías, setenta y cinco palcos, una escalera, tocadores,
cantina y dulcería.
Durante muchos meses, los vecinos de
la capital, y los visitantes a ésta, acudían al circo, para admirar el novedoso
espectáculo, hasta que cayó en desuso y el señor Chiarini lo fue abandonando
ante las mínimas ganancias que obtenía.
Manuel Gutiérrez Nájera recordaba
que este circo había sido "teatro de las hazañas épicas -léase hípicas- de
Capitán, caballo célebre, que pasará,
como el de Calígula a la historia. Todavía veo sus saltos y corvetas, sus
brincos de gamuza y sus docilidades increíbles. Todo caballo, por huraño y
selvático que sea, puede ser domesticado. Por desgracia, jamás podrá decirse lo
mismo de los hombres.
"Las leguas del incendio
-lenguas femeniles por lo devoradoras- consumieron aquel circo. Los potros
espantados abandonaban corriendo las caballerizas, y un resplandor rojo
iluminaba las paredes. La sombra del empresario, proyectándose negra sobre el
muro, representó en aquel circo la última pantomima".
Años más tarde, en 1866, el señor
Chiarini rentó otro espacio en lo que fue el Convento de San Francisco. Durante
ese período, se dice, "la iglesia fue horriblemente profanada, al ser
convertida en caballeriza del mismo centro de espectáculos". Cuatro años
después, cuando quebró el circo, en ese mismo sitio se estableció El Teatro
Variedades.