En 1982, el Museo Universitario del Chopo y
el programa Kiosco, de Radio Educación, organizaron un concurso de cuento, llamado
Textos Íntimos, Esa no porque me hiere.
Por aquel entonces, acudía semana a semana
a un taller de cuento que impartía Orlando Ortiz y habíamos trabajado un
texto que me gustó para el concurso. Se trataba de que el cuento tuviera que
ver con una canción. En aquel tiempo, bajo la influencia del poeta Raymundo
Ramos, me había vuelto fan de Agustín Lara así que al cuento le añadí la
canción Siempre te vas, del músico-poeta.
El resultado: el primer lugar y su
publicación en la revista Nexos. El
Premio me lo entregó Ángeles Mastreta, que entonces era directora del Chopo,
Jorge Pantoja, subdirector, Eugenio Sánchez Aldana, que conducía el programa y,
ese domingo estaba de invitado uno de mis ídolos: Chava Flores. El jurado lo
conformaron José Joaquín Blanco y Luis Miguel Aguilar.
Fue, así, un premio redondo.
El cuento, más adelante, lo publiqué en mi
libro Por si cambias de opinión, en
1985. Esta fue la versión de Nexos
AMELIA
Primer lugar, inspirado en la canción “Siempre te vas”. de Agustín Lara.
Amelia llegó al departamento de envoltura una mañana como todas. El borde del uniforme nuevo le cubría por completo las rodillas; su aspecto era ridículo a causa del turbante mal puesto; en la cara se notaba la angustia típica de todo trabajador nuevo. La observé y me pareció una mujer sin chiste. La acompañaba el supervisor, que me dijo: “enséñele a la señorita cómo colocar las etiquetas en la máquina envolvedora”.
La mujer era sumamente torpe, sus manitas -“siempre he estado en casa, nunca he trabajado”- delicadas, no acertaban en las operaciones. A pesar de sus torpezas yo estaba feliz, pues sus senos quedaban a merced de mis codos, que a cada rato sentían un colchoncito muy suave. Ese primer día fue fatal pues -“me llamo Amelia”- no entendía. “Mira, pon atención: coloca todas las etiquetas con las letras hacia abajo y cada vez que llegue la pinza avánzalas rápidamente. No, al revés, al derecho, así, empújalas, con cuidado, bien”. Gruesas gotas de sudor le escurrían cuando sonó el timbre para salir a almorzar le invité una torta, pues ella no traía nada. Recargada en un coche, en la calle, sufría al no poder agarrar el refresco, pues tenia los dedos acalambrados. “Ya se te quitará, en dos o tres días te acostumbras. Mientras ponte un `curita'”. “No tiene caso, me amolé mis dedos”.
Las etiquetas al revés, al derecho, empujarlas levemente y listo; las etiquetas al revés, al derecho, empujarlas levemente y ella sin poder hacerlo. Sus senos en mis codos y su sudor y su cara angustiada y el chacapum, chacapum, chacapum de las máquinas que seguramente retumbaron en su cerebro durante muchos días. Siempre pasa así. Por las noches uno se sobresalta y se levanta angustiado, con la pesadilla de miles de etiquetas atoradas en la máquina.
Al segundo día de trabajo Amelia llegó muy temprano y cuando me disponía a colocar las etiquetas y el pegamento ella lo había hecho ya. Me dio gusto, extendí el brazo para saludarla y aquella mano lisita que había sentido un día antes, era otra; de ahora en adelante sus manos siempre estarían rasposas, escoriadas.
La máquina se descompuso a media mañana y nos enviaron a escoger, en el desperdicio, las pastillas que estuvieran buenas para que no se mandaran al molino. Amelia estaba sentada frente a mi y cada que la miraba -dizque escogiendo pastilla- me agasajaba la pupila. “¿Estás casado?”. “No, aún no”. “¿Tienes novia?”. “Tampoco, pero ya me están dando ganas”. “Eres un mentiroso, como todos, siempre se niegan”. Seguimos hablando tontería y media, le platiqué que llevaba un año trabajando, “pronto me darán la planta, aún tengo contratos de veintiocho días pero nada más es cosa de invitar a chupar al del sindicato y él me la consigue”. Ella me contó la existencia de una hija llamada Magali, “pero no, ni novio, ni esposo, madre soltera, pues”. Por la tarde, al despedirnos y sentir sus manos recordé al maestro Lara: “dónde hallaré el calor de tus manos”.
Desde esa ocasión siempre estuvimos juntos, aunque ella trabajaba en otra máquina. Comíamos juntos; la acompañaba a su casa y como norma, a diario, al despedirnos le recitaba al músico-poeta “siempre te vas, no me digas adiós”. La consolaba de su cansancio, pues trabajaba en una envolvedora en donde tenia que estar agachándose y estirándose, “como si se estuvieran haciendo abdominales todo el día”. Cierta vez la invite a bailar a Los Angeles y me dejó plantado a pesar de que tocaba la “Santanera” Fui solo y me sentí muy mal.
Al disculparse del plantón. “la niña tenía calentura, no te enojes, otro día vamos”, yo no hablaba. “¿Quieres que me hinque a pedirte perdón?, habla…” No le contesté. Las máquinas fueron testigas de mi abandono. Las etiquetas se botaron, el pegamento se regó y Amelia, llorando, se acercó a darme un beso en la mejilla. Fue algo imprevisto, algo que me hizo pensar en que tenia razón y debía comprenderla. Esa vez no la acompañé a su casa, me acosté a dormir temprano pero Amelia no se separaba de mi pensamiento: Amelia y sus ojos y sus senos y sus piernas. Amelia “¿cómo podré sin tus ojos vivir?”.
Todas las tardes las pasábamos juntos. Entre empujones, en el camión o el metro, la abrazaba, le rodeaba la cintura y nos dábamos dos o tres besos. “¿Por qué no nos casamos?”. “Estás loco”. Luego caminó rápidamente y evadió la conversación.
El día de muertos me dieron la planta, estaba feliz cuando me contaron un chisme: “Te andan volando la paloma”. No creí, pero empecé a notar las preferencias del supervisor para Amelia, la había trasladado a una mesa donde trabajaba muy cómoda, vigilando que los empaques estuvieran en buen estado. Algunas veces tenía café o un pastel. “Son habladurías, el ingeniero sólo es muy buena gente”.
Las cosas seguían igual: por las tardes la dejaba en su casa; los fines de semana “cuido a Magali, no puedo salir contigo”, yo jugaba fútbol o me iba a tomar con los cuates. Llegó el doce de diciembre y en la fábrica hubo misa, tamalitos, champurrado y luego un cuadrangular de fut. Antes del partido discutí con Amelia porque el ingeniero le dijo algo al oído. “Son figuraciones tuyas, me tiene mucho respeto”. Ese día jugué como nunca, metí dos goles y con ellos ganamos el trofeo. Para celebrar el triunfo compramos unas botellas pero Amelia no me dejó tomar. “Vámonos, puedo llegar tarde a casa”. Dejamos a los cuates. en el camión nos besamos desesperadamente y la convencí para entrar a un hotel. Fue sensacional. Nos despedimos, no quiso que la besara pero no me importó. Fuí a celebrarlo y llegué borracho a casa.
La cruda, la máquina, las etiquetas al revés, el chacapum en mi cerebro. No me fijé que Amelia no se presentó a trabajar. Esa tarde fui a curármela y al siguiente día -que tampoco asistió al trabajo- la busqué. Muchas tardes lo hice. Parecía que a Amelia se la había tragado la tierra. Tampoco el ingeniero aparecía, andaba de vacaciones desde el día tres y regresaría hasta enero.
Tres años hubieron de pasar para volver a saber de ella. Andaba en el centro de la ciudad buscando las esferitas para el árbol cuando la encontré. Estaba más linda que antes. Nos abrazamos y besamos al vernos, como si nada hubiera pasado y acabamos en el mismo hotel de entonces. Me contó que vivía feliz al lado de Ricardo, el ingeniero- pero que me extrañaba mucho; “¿tú crees que las canciones de Lara se olvidan fácilmente?”. Cuando salió de la sábana y empezó a vestirse lentamente, me recordó aquellas pastillas desnudas que nosotros cubríamos mecánicamente al colocar los paquetes de etiquetas con las letras hacia abajo, al revés, al derecho para luego empujarlas suave, eternamente...
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