viernes, 27 de marzo de 2020

Alfonso Reyes. La cena. Un cuento para estos días de covid

Si quieren conocer una buena obra de Alfonso Reyes, no lean la anacrónica Cartilla Moral. 
Este es un estupendo cuento llamado La Cena. Se los comparto.
Alfonso Reyes por Xavier Villaurrutia

La cena

Alfonso Reyes

Alfo
La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

jueves, 26 de marzo de 2020

Octavio Paz. Poemas para estos días del 2020


https://www.pinterest.com.mx/pin/80713018296430714/?autologin=true


Conversar
En un poema leo:
conversar es divino.
Pero los Dioses no hablan:
hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los Dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el Dios encendido,
es una profecía
de llamas y una torre
de llamas y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

La palabra del hombre
es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen
los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen.
Somos nombres del tiempo.
Conversar es humano.

sábado, 21 de marzo de 2020

David Huerta. Poemas para estos días del 2020

David Huerta es uno de los grandes poetas vivos del mundo.

En estos días difíciles vale la pena leer más y más poesía, esa ventana del yo del mundo.
Les comparto dos poemas: Por la ventana, y Esquina violeta



Por la Ventana


Por la ventana, veo líneas de polvo
y el caedizo rumor material de las cinco de la tarde:
hombres y mujeres atraviesan
una niebla letárgica, se entrecruzan
con monstruos pero no los ven,
lloran sin saberlo al bajar hacia los túneles
del Metro y se hieren
por cualquier cosa. Por la ventana
entran en nuestro cuarto rombos de plata
que asumen, con un centelleo, catadura de fantasmas.
Por la ventana se derrama sobre tu rostro amado
el verdor del jardín, el estallido silencioso
de las jacarandas y los colorines. Por la ventana
como por el libro de diamante —que es otra ventana—
entiendo la expresión Deus sive natura, me inclino
hacia el mundo y recojo gestos de dolor y de exaltación
y ademanes de náufrago, espasmos, finitudes,
largas locuras, pedazos del amor desconcertado,
fulgores de mutilación y bruscos gritos del silencio. 


Esquina violeta

Doblé la esquina y una tela violácea
me cubrió los ojos
con un pañuelo de sinestesia.
Una pared inflamada y una jacaranda
envolvieron los vértices de la tarde.
Avancé con paso titubeante,
enceguecido: toqué la pared
y me cubrí la cara
de la lluvia del árbol. El frío
vibró en las orillas de la primavera. 

lunes, 2 de marzo de 2020

La arrogancia del presidente... Díaz

Como cada mes, aparece mi cartón del mes en la revista Relatos e historias en México. En este número, presento "El pavo", una caricatura que muestra a Porfirio Díaz como un pavorreal, empuñando una espada que dice DICTADURA.

Aunque se publicó en 1877, y apenas tenía un año como gobernante, los caricaturistas intuían que buscaría pemanecer en el poder, da su obsesión por el mismo, como sucedería en los años subsiguientes. 



lunes, 10 de febrero de 2020

Cerró sus ojitos.

Hace unas tres semanas, la Revista Letras Libres se sumó 
al pitorreo de la rifa del avión y convocó a al concurso 
“Cuento: De ficción a ficción”.
Escribí esto que leerán y no ganó el premio,
así que se los regalo a los lectores de este blog.


Cerró sus ojitos
Por Agustín Sánchez González

Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial.
 - ¿Y ora, dónde lo meto?
 El anuncio lo sorprendió en ayunas. No podía creerlo.
Es curioso el destino, como la canción de Cleto, de Chava Flores, cerró sus ojitos, canturreó la canción y se dispuso a desayunar.
Hirvió agua en un pocillo despostillado para tomar un café instantáneo, acompañado con un bolillo duro. No había más. El refrigerador era una desolación, en contraste con su alegría. Se acababa de enterar de que había obtenido el premio, ¡el avión!
Escuchaba y veía, a través de internet y con verdadera devoción, la mañanera del señor, como hacía desde hacía cuatro meses que fue despedido, sin liquidación alguna, de la secretaría de bienestar.
Cual si fuera misa diaria, era su única actividad en el día pues Manuela, su mujer, lo había abandonado por la férrea defensa que hacía del presidente, a pesar de haber sido echado del trabajo  y de que su hijo mayor no tenía medicinas, ni su mujer lugar para dejar a sus hijos y poder ir a trabajar pues habían cerrado las guarderías.
Ya Manuela no era la que iba a retratarse para él.
El neoliberalismo la había echado a perder.
Se marchó, lo abandonó,  pues nunca tenían dinero para comprar el cilindro de gas, ni garrafones de agua, ya que ésta era una quimera por esos rumbos de la ciudad debida, sin duda, al gobierno de Calderón.
Cerró sus ojitos fisgones.
Imaginó el avión estacionado en una de las calles que bordean la Unidad Ejército de Oriente.
Los abrió angustiado.
¿Y si le roban las llantas?, como sucedía cotidianamente con los autos que ahí se estacionaban.
¿O los espejos laterales?
 ¿Tendría espejos?
Nunca había subido a un avión, por eso votó contra el aeropuerto de Texcoco, al fin que él ni lo necesitaba.
En su celular escuchaba a Chava: “A qué le tiras cuando sueñas mexicano”.
El presidente no dijo cuándo le entregarían el avión al ganador, o sea, a él.
Se metió a la ducha, pero no había agua.
¿Y ora, dónde lo meto? Volvió a repetirse.
Salió sin bañarse.
Voy en el metro rapidote, que grandote y que limpiote (gracias a que doña Sheim lo barre a diario), tarareó en su cabeza.
Tal vez en el Palacio donde mora el presidente, le darían información de cómo recoger su avión.
“Sería bonito que fuera rey, suena más chido”, se dijo.
Tenía ganas de gritar a sus vecinos del metro que él era, como el rey, el elegido para salvar a este país.
Pero… ¡No podía tener el avión!, no sabía manejar, ni tenía licencia, así que lo vendería pero…  ¿cómo?, si ni Trump lo quería, y el amigo Maduro no tenía dinero, ni el señor que gobierna Cuba (nunca recordó el nombre del gris presidente) y el colmo, Evito Morales había sufrido un golpe de estado.
¡Vaya conflicto!
 No estaba su mujer para aconsejarle (aunque nunca le hacía caso) No tenía a nadie, se había distanciado de amigos, vecinos, parientes, debido a la defensa a ultranza que hacía del rey.
Manuela… la evocó, al tiempo que lanzaba un suspiro.
Buscó su retrato en la bolsa trasera del pantalón, pero al meter su mano descubrió que estaba rota (y no era por moda) y que por tanto no quedaba ni siquiera un cachito del retrato.
Entonces, se dio cuenta que tampoco traía el boletito de la tómbola con el que había participado para ser candidato a diputado, ni tampoco el billete que lo haría acreedor al avión.
Al intentar trasbordar en Pino Suárez, para llegar al Zócalo, tal vez no sintió la mano de Pichicuas o de algún otro ladronzuelo que pulula por los bajos fondos del metro.
Pero cual si fuera la fábula de la lechera,  no encontró el cachito, sin albur alguno, y sus sueños empezaban a derrumbarse.
Decidió volver a su casa a buscarlo.
Tenía hambre y en el camino compró un sándwich de jamón hecho con un delicioso pan blanco de Bimbo.
Apenas iba a dar un bocado cuando sintió un vistazo hambriento,  de un pequeño que volvía sin medicinas del hospital de Iztapalapa, tras esperarlas durante seis horas. La afligida mirada le hizo invitar su sándwich al pequeño.
Con los dos pesos que sobraban, como a Bartola, no le alcanzaba para nada, mucho menos para echarse un alipuz.
Moría por comer un taco de frijoles, aunque tuvieran gorgojo.
Volteó la casa de arriba a abajo.
No había mucho que volcar, por cierto.
En una pequeña mesa, apilados, algunos ejemplares de Regeneración, el periódico de MORENA, un ejemplar de La Jornada, la cartilla moral y una Biblia. Era todo.
Al lado, su cachucha morada, un cartel que decía “la esperanza de México”, una foto del señor con la carita, y “la mirada de quien dice: ¿Ya me ven? ¡Pues soy así!”.
En la pieza que sirve para dormir, la cama no estaba hecha. En la pared sobresalía un retrato de Belinda y otra del señor-rey vestido de indígena y con la cabeza llena de flores, parecía una maceta.
Para él era una corona de flores, como los reyes indígenas, para Manuela, era un vulgar e inútil adorno.
Pero el cachito de billete no estaba. Ni la ingrata perjura.
Cerró los ojitos, el hambre lo apabullaba.
Se tiró en la cama.
Miró el cartel y leyó Esperanza (recordó a su tía, con ese nombre, que murió asesinada semanas atrás).
Pensó en el rey.
En realidad no le importaba el avión, sino saludarlo.
Era un honor.
         El hambre le provocó sueño.
El sueño engendra monstruos.
         Y cuando despertó, el avión estaba ahí.
¿Y ora, dónde lo meto?

viernes, 7 de febrero de 2020

Juega el pollo (o te doy el avión)




Antaño, en las cantinas de verdad, esas que daban botanas exquisitas, con cervezas heladas y tragos a diestra y siniestra, había una peculiar persona que rifaba pollos rostizados. Pasaba de mesa en mesa vendiendo boletos de a 10 pesos y cuando juntaba diez, hacía una rifa del pollo (que solía costar cuarenta pesos, normalmente)
De un vaso, tipo cubilete, iba sacando, con gritos estrambóticos, uno a uno, los números que no ganaban hasta que aparecía el final y el pollo tenía dueño: quedaba en manos del ganador que, casualmente, solía ser un mesero, el garrotero, el capitán de meseros o hasta el lavaplatos y el cocinero que salían corriendo mostrando el número ganador que, por cierto, ningún parroquiano solía revisar si ello era o no verdad.
En medio de botellas de cerveza, cañas, cubas o caballitos de tequila, los parroquianos pagaban los diez pesos una y otra vez, mientras el dueño del lugar, se llenaba los bolsillos con el dinero de los incautos parroquianos que, en la dulce y después degradante borrachera, entregaban al pollero.
Volvía a juntarse diez incautos, y volvía a volvía a poner otro pollo sobre la mesa, otra rifa. A medida que pasaban las horas, los devotos de Baco, habían pagado, por lo menos, un pollo entero tras de varios sorteos.
Los meseros de la cantina, en tanto, servían deliciosas botanas, completamente proles, como frijolitos negros con epazote, tostaditas con salsa de pico de gallo, mini vasos con caldo de camarones; y  cuando ya iban varias tandas de cervezas, cubas o tequilas, pescaditos fritos.
Los pollos, el pollo, seguramente era el mismo, y la rifa se repetía una y otra vez.
Mientras los parroquianos, borrachos, ni cuenta se daban.
A este México de 2020, le pasa lo mismo.
Treinta millones de mexicanos, escuchan ¡el avión, el avión!, ebrios de sueños, embelesados con el seductor tabasqueño que se asemejan al viejo pollero y, como los ratones que siguen al flautista de Hamelín, escuchan semana a semana a un personaje que pasará a la historia como uno de los grandes demagogos, como otro gran seductor de la Patria, como el otro López del siglo XIX de nombre Antonio y de apellido materno Santa Anna, que se burla con su avión.
México 2020, nuestros antepasados prehispánicos cambiaban espejitos por oro a nuestros antepasados europeos. Hoy cambiamos dinero y tesoros al cacique tabasqueño por el sueño efímero de un avión y de un progreso cada vez más lejano.
La rueda gira y vuelve a caer en el mismo lugar.





lunes, 3 de febrero de 2020

Cartón del mes. Funcionarios que calcen huarache

Como cada mes, aparece mi cartón en la revista Relatos e Historias en México. 
Este cartón aparece en Omega, una publicación sumamante crítica del gobierno callista, un presidente autoritario, como todos los que nos han gobernado en este país, sin duda.
La tentación autoritaria, de un nacionalismo ramplón que afirman querer funcionarios "revolucionarios honrados y sinceros, aunque calcen huaraches"
¿Les suena?

Por el fin de los caudillos

  No a los caudillos, si a la pluralidad Agustín Sánchez González Se les mira por las calles en pequeños grupos, portan un chaleco con l...