al pitorreo de la rifa del avión y convocó a al concurso
“Cuento: De ficción a ficción”.
Escribí esto que leerán y no ganó el premio,
así que se los regalo a los lectores de este blog.
Cerró sus ojitos
Por Agustín Sánchez González
Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial.
- ¿Y ora, dónde lo meto?
El anuncio lo sorprendió en ayunas. No podía creerlo.
Es curioso el destino, como la canción de Cleto, de Chava Flores, cerró sus ojitos, canturreó la canción y se dispuso a desayunar.
Hirvió agua en un pocillo despostillado para tomar un café instantáneo, acompañado con un bolillo duro. No había más. El refrigerador era una desolación, en contraste con su alegría. Se acababa de enterar de que había obtenido el premio, ¡el avión!
Escuchaba y veía, a través de internet y con verdadera devoción, la mañanera del señor, como hacía desde hacía cuatro meses que fue despedido, sin liquidación alguna, de la secretaría de bienestar.
Cual si fuera misa diaria, era su única actividad en el día pues Manuela, su mujer, lo había abandonado por la férrea defensa que hacía del presidente, a pesar de haber sido echado del trabajo y de que su hijo mayor no tenía medicinas, ni su mujer lugar para dejar a sus hijos y poder ir a trabajar pues habían cerrado las guarderías.
Ya Manuela no era la que iba a retratarse para él.
El neoliberalismo la había echado a perder.
Se marchó, lo abandonó, pues nunca tenían dinero para comprar el cilindro de gas, ni garrafones de agua, ya que ésta era una quimera por esos rumbos de la ciudad debida, sin duda, al gobierno de Calderón.
Cerró sus ojitos fisgones.
Imaginó el avión estacionado en una de las calles que bordean la Unidad Ejército de Oriente.
Los abrió angustiado.
¿Y si le roban las llantas?, como sucedía cotidianamente con los autos que ahí se estacionaban.
¿O los espejos laterales?
¿Tendría espejos?
Nunca había subido a un avión, por eso votó contra el aeropuerto de Texcoco, al fin que él ni lo necesitaba.
En su celular escuchaba a Chava: “A qué le tiras cuando sueñas mexicano”.
El presidente no dijo cuándo le entregarían el avión al ganador, o sea, a él.
Se metió a la ducha, pero no había agua.
¿Y ora, dónde lo meto? Volvió a repetirse.
Salió sin bañarse.
Voy en el metro rapidote, que grandote y que limpiote (gracias a que doña Sheim lo barre a diario), tarareó en su cabeza.
Tal vez en el Palacio donde mora el presidente, le darían información de cómo recoger su avión.
“Sería bonito que fuera rey, suena más chido”, se dijo.
Tenía ganas de gritar a sus vecinos del metro que él era, como el rey, el elegido para salvar a este país.
Pero… ¡No podía tener el avión!, no sabía manejar, ni tenía licencia, así que lo vendería pero… ¿cómo?, si ni Trump lo quería, y el amigo Maduro no tenía dinero, ni el señor que gobierna Cuba (nunca recordó el nombre del gris presidente) y el colmo, Evito Morales había sufrido un golpe de estado.
¡Vaya conflicto!
No estaba su mujer para aconsejarle (aunque nunca le hacía caso) No tenía a nadie, se había distanciado de amigos, vecinos, parientes, debido a la defensa a ultranza que hacía del rey.
Manuela… la evocó, al tiempo que lanzaba un suspiro.
Buscó su retrato en la bolsa trasera del pantalón, pero al meter su mano descubrió que estaba rota (y no era por moda) y que por tanto no quedaba ni siquiera un cachito del retrato.
Entonces, se dio cuenta que tampoco traía el boletito de la tómbola con el que había participado para ser candidato a diputado, ni tampoco el billete que lo haría acreedor al avión.
Al intentar trasbordar en Pino Suárez, para llegar al Zócalo, tal vez no sintió la mano de Pichicuas o de algún otro ladronzuelo que pulula por los bajos fondos del metro.
Pero cual si fuera la fábula de la lechera, no encontró el cachito, sin albur alguno, y sus sueños empezaban a derrumbarse.
Decidió volver a su casa a buscarlo.
Tenía hambre y en el camino compró un sándwich de jamón hecho con un delicioso pan blanco de Bimbo.
Apenas iba a dar un bocado cuando sintió un vistazo hambriento, de un pequeño que volvía sin medicinas del hospital de Iztapalapa, tras esperarlas durante seis horas. La afligida mirada le hizo invitar su sándwich al pequeño.
Con los dos pesos que sobraban, como a Bartola, no le alcanzaba para nada, mucho menos para echarse un alipuz.
Moría por comer un taco de frijoles, aunque tuvieran gorgojo.
Volteó la casa de arriba a abajo.
No había mucho que volcar, por cierto.
En una pequeña mesa, apilados, algunos ejemplares de Regeneración, el periódico de MORENA, un ejemplar de La Jornada, la cartilla moral y una Biblia. Era todo.
Al lado, su cachucha morada, un cartel que decía “la esperanza de México”, una foto del señor con la carita, y “la mirada de quien dice: ¿Ya me ven? ¡Pues soy así!”.
En la pieza que sirve para dormir, la cama no estaba hecha. En la pared sobresalía un retrato de Belinda y otra del señor-rey vestido de indígena y con la cabeza llena de flores, parecía una maceta.
Para él era una corona de flores, como los reyes indígenas, para Manuela, era un vulgar e inútil adorno.
Pero el cachito de billete no estaba. Ni la ingrata perjura.
Cerró los ojitos, el hambre lo apabullaba.
Se tiró en la cama.
Miró el cartel y leyó Esperanza (recordó a su tía, con ese nombre, que murió asesinada semanas atrás).
Pensó en el rey.
En realidad no le importaba el avión, sino saludarlo.
Era un honor.
El hambre le provocó sueño.
El sueño engendra monstruos.
Y cuando despertó, el avión estaba ahí.
¿Y ora, dónde lo meto?
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