Hoy que se encuentra enfermo el maestro Sergio Pitol, Premio Cervantes de Literatura, y que tenemos el centenario del nacimiento de otro genio, Gabriel Vargas, publico un texto escrito por Pitol que es un homenaje a la gran obra de Vargas. Fue publicado en La Jornada Semanal, el 10 de mayo de 1998. (Incluye versión en francés)
Releo los materiales del libro en que me afano. Pretende ser un registro de pasos, la historia de una educación aún no concluida, y descu-bro rezagos de esno-bismo de los que creía haberme libe-rado. Entre otros, la tendencia a citar lecturas visiblemente prestigiosas. No se trata de inventarlas ni de falsificarlas, para nada me interesa aparecer como un lector que no soy; sólo que he excluido otras más plebeyas o, digamos, más normales, y que han sido en mi vida tremendamente importantes.
Me he resistido, desde siempre, a consumir los libros impuestos por la moda. Mi mapa de lecturas se ha ido trazando un poco al azar, por destino, temperamento y mucho por hedonismo. Me fascinan los excéntricos. He frecuentado desde hace más de cuarenta años las novelas de Ronald Firbank, cuando en la misma Inglaterra su público era casi invisible; también las novelas esotéricas de H. Myers, a las que sólo se ha acercado un minúsculo puñado de fieles. Escribí sobre Flann O'Brien cuando At-Swimm-Two-Birds debía contar apenas con unas cuantas docenas de lectores, todos dispuestos a morir por ese libro excepcional.
Trato de vigilarme, de no inventarme gustos, de no cercarme. Podría citar títulos deslumbrantes, asegurar que forman parte de mis libros de cabecera. Mentiría. En un viaje a Nueva York, hace mil años, una amiga me conminó a adquirir los seis volúmenes de The Tale of Genji, escritos por la señora Murasaki en el décimo siglo de nuestra era y traducidos al inglés por el eminente Arthur Waley. Mi amiga afirmaba estar segura de que al volver a México los devoraría de inmediato, que esos libros escritos diez siglos atrás me habían estado aguardando con paciencia; no dijo que llegarían a influenciar mi literatura porque en aquella época no tenía yo la más mínima idea de que un día comenzaría a escribir. La influencia no se dio, por la sencilla razón de que hasta hoy se encuentran intonsos en mi pequeña sección de japoneses. Tampoco he leído La Alexiada, de Anna Comnena, hallada en una soberbia librería de lance al lado del hotel Metropol, en Moscú; una edición en perfectas condiciones, traducida al inglés por Elizabeth Dawes. El encargado de la librería me aleccionó sobre esa obra a la que siempre se refirió como ``la rosa de oro de las letras bizantinas''. Me aseguró, entre otras cosas, que era una de las pasiones de Bajtín. La he hojeado alguna vez, pero hasta ahora no he encontrado la energía para seguir adelante. En fin, si a confesiones vamos, declaro no haber siquiera leído Parerga und Paralelipomena, de Schopenhauer, libro que cambió la vida de Borges, de Mann y de muchos otros escritores famosos. A estas alturas es posible que no llegue a hacerlo, y en cambio doy por cierto que releeré aún varios Dickens, autor que en mi juventud hacía fruncir la nariz a algunos espíritus selectos.
La lectura es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería. Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca. He citado en artículos, en entrevistas, en el cuerpo mismo de mis novelas a varios escritores de quienes me considero deudor; pero nunca, hasta donde recuerdo, mencioné una de mis fuentes principales. Hace poco, mientras escribía unos apuntes sobre Carlos Monsiváis, encontré en su antología de la crónica unas páginas dedicadas a Gabriel Vargas. Tropezar ahí con la imagen de Borola, verla agitar casi en pelota su cuerpecito de zancudo, significó un verdadero reencuentro. Cantaba y bailaba su canción de batalla:
Muevo mucho las caderas,
las agito al caminar.
¿Por qué te me desesperas?
No lo puedo remediar...
Haciendo así cuchichí, cuchichí...
Haciendo así cuchichí, cuchichí...
Avanzo con cautela, haciendo arabescos, como si temiera llegar a la obligada confesión: ``Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir.'' ¿Quién es Gabriel Vargas?, preguntará alguno. Bueno, es un fabuloso cartonista, uno de cuyos comics, quizás el más famoso, se llamó La familia Burrón.
A mediados de 1953, después de pasar unos meses en Venezuela, al volver a la Universidad me encontré con dos amigos entrañables, Alicia Osorio y Luis Prieto. Me saludaron con toda la cordialidad del mundo, para un instante después ponerse a hablar de Borola, Reginito, Cristeta y Ruperto, y morirse de risa al celebrar las trapisondas de aquellos extravagantes personajes. Cada vez que trataba de filtrar en la conversación algún incidente del viaje, las escalas en La Habana y en Curaçao, la temporada en Caracas y, sobre todo, las historias de la travesía marítima en el Fancesco Morossini y el Andrea Gritti, mis primeros barcos, parecían escucharme, pero a la primera pausa volvían al mundo de Borola. Al día siguiente, Luis me llevó a la Facultad el último número de La familia Burrón. A partir de ese día fui su jubiloso lector durante varios años.
Algunas veces Luis Prieto, Monsiváis y yo coincidíamos a comer en casas de amigos comunes, y en varias ocasiones inundamos esas reuniones con torrentes de risa al comentar algún nuevo episodio de esa historieta. Fuera de lo que le ocurriera a Borola Burrón, todo lo demás dejaba de importarnos. Los amigos más tolerantes, al comprobar en qué aguas chapoteábamos, nos trataban como a víctimas de un sarampión tardío del que a lo mejor nos repondríamos con el tiempo. Pero había quienes de algún modo se sentían aludidos por las circunstancias de Borola, como si aquellas historias truculentas llegaran a zonas ocultas de su ser; comenzaban a comportarse con una finura exagerada, proustiana; hablaban como palomas en arrullo de Vermeer, del Palladio, de las vajillas heredadas de grand-maman, de aquel primer verano en la costa azul. Pasaban del español al francés en frases brillantes e ingeniosas, como si cada gesto, cada palabra tuviera la función de mantener la mayor distancia entre ellos y el patio de vecindad donde vivían los Burrón. Los descomponía la aparición de un México que no deseaban reconocer, un México radiante, bárbaro, inocente y esperpéntico que les era imposible aceptar, un lenguaje mucho más vivo que la cursi grisalla en que se comunicaban. Distanciarse de ese mundo significaba no acordarse de la tía que se fugó con un roto y terminó trabajando en la tintorería francesa, un negocio muy respetable, sí, y hasta elegante, pero al fin y al cabo una tintorería; o de aquellas incoherentes confesiones finales del abuelo sobre el origen de su fortuna que, bueno, a fin de cuentas, podrían ser producto de la chochez, pero que por bastante tiempo tuvieron alterada a la familia. Alguien más recordaría a aquel tío que se presentaba por casa una o dos veces al año con lamparones en la corbata o en las solapas. Y entonces, venga de nuevo a hablar, con voz ya estridente, de Vermeer, del momento en que Swann entró por primera vez en casa de los Guermantes, de la sonata de César Frank, y otros primores.
Luis Prieto y yo visitábamos quincenalmente a don Alfonso Reyes. Un día, casual o voluntariamente, la conversación recayó en Gabriel Vargas y su historieta, y celebró la captación del habla popular y su extraordinaria estilización melódica. Cuando lo repetimos nadie lo creyó.
¡Blasfemábamos! Cuando después lo dijo en una entrevista periodística, algunos debieron pensar que, como el abuelo aquel, nuestro polígrafo chocheaba.
La historieta de Vargas reproducía el melting-pot vigente en la ciudad de México y su inmensa movilidad social a mediados de este siglo. La familia Burrón tenía por eje a un matrimonio: don Regino Burrón, propietario y único operario de El Rizo de Oro, una peluquería de barrio pobre, y Borola Tacuche, su mujer, con quien vive en perpetua contienda. Don Regino es un dechado de virtudes modestas: sensatez, honradez, ahorro, pero es también la más perfecta expresión del tedio y de la falta de imaginación. Borola representa, en cambio, la anarquía, el abuso, la trampa, el exceso, y al mismo tiempo la imaginación, la fantasía, el riesgo, la insumisión y, más que nada, la inconmensurable posibilidad del goce de la vida. Decidida a conquistar el mundo, de llegar a la cúspide, se atreve a todo: negocios, política, espectáculo. No hay hazaña donde no fracase. De cada experiencia volverá derrotada a su guarida, al horrísono patio de vecindad del que, por lo visto, le es imposible escapar. Pero en el mismo instante de regresar al lado de su fiel Reginito, de pedir perdón por sus deslices, de jurar no volver más a las andadas, planea ya una nueva aventura más desorbitada aún que la anterior. Los personajes secundarios, los otros miembros de la familia, se mueven en círculos antagónicos. Hay una tía Cristeta, millonaria, quien vive con Marcel, su mascota, un cocodrilo con el cual se sumerge todas las mañanas en una piscina llena de champaña; el hermano de Borola, Ruperto, es un gángster sin suerte, un perpetuo prófugo de la justicia, cuyo rostro jamás conoceremos. La pareja central sólo logra reconciliarse por momentos: la revuelta y la sumisión no casan bien. El mundo exterior a ese patio de viviendas paupérrimas está regido y sostenido por la corrupción y la prepotencia: policías corruptos, inspectores corruptos, jueces corruptos, burócratas corruptos. Me imagino que la mayoría inmensa de lectores nos alineábamos del lado de Borola, a quien las recriminaciones, sermones, las moralinas y los consejos le hacían lo que el viento a Juárez. El efecto es igual al que producen varias de las novelas inglesas que escudriñan la moral victoriana. ¿Quién no prefiere a la inescrupulosa Becky Sharp sobre los sepulcros blanqueados que pueblan La feria de las vanidades? ¿Quién que haya leído La isla del tesoro a la edad adecuada no prefiere a Long John Silver, el pirata despiadado y seductor, sobre los solemnes caballeros que asesoran a Jim Hawkins en su empresa, los cuales, no hay que olvidarlo, compartirán con él el codiciado tesoro sobre el que gira la novela?
En este mundo de insoportables yuppies el nombre de Borola es un anacronismo. Evocarla me remite a una vitalidad ambiental ya desaparecida.
Borola contre le monde Sergio Pitol | |
Les influences littéraires viennent souvent du coté le plus inattendu .Nombre de grands auteurs n'ont pas hésité à parler d'œuvres fort éloignées de ce que les élites intellectuelles ont coutume de considérer comme la "haute culture". Ainsi Sergio Pitol nous confie-t-il, dans cet essai, son penchant et ses amours pour " La Familia Burron ", ce miroir inépuisable de notre idiosyncrasie
Je passe en revue les documents du livre auquel je travaille. Un livre qui aspire à être un registre de faits, l'histoire d'une éducation encore inachevée. Et j'y découvre des résidus de snobisme dont je croyais m'être libéré. Entre autres, la tendance à citer des lectures indiscutablement prestigieuses. Je ne les ai certes pas inventées. Je n'ai pas falsifié cette énumération Je ne souhaite nullement faire figure de lecteur délicat. Il n'en est pas moins vrai que j'ai exclu de ces notations des lectures plus plébéiennes, disons plus normales, qui ont cependant joué dans ma vie un rôle terriblement important.
Je me suis toujours refusé à lire les livres imposés par la mode. La géographie de mes lectures a été tracée un peu au hasard, par destin ou tempérament, et beaucoup par hédonisme. Je suis fasciné par les excentriques J'ai commencé à fréquenter l'univers romanesque de Ronald Firbank il y a plus de quarante ans, à une époque où même en Angleterre, son public était presque inexistant Je m'intéresse également aux romans ésotériques de H. Myers qui ne sont lus que par une minuscule poignée de fidèles. Et j'ai écrit sur Flann O'Brien lorsque At-Swimm-Two-Birds ne comptait encore que quelques douzaines de lecteurs, tous disposés à mourir pour ce texte exceptionnel.
J'essaye de me surveiller, de ne pas m'inventer des goûts, de ne pas me limiter. Je pourrais certes citer des titres prestigieux et assurer qu'ils font partie de mes livres de chevet, Mensonge. Au cours d'un voyage à New York, il y a mille ans de cela, une amie me persuada d'acheter les six volumes de The Thale of Genji, écrits par Madame Murasaki au dixième siècle de notre ère et traduits en anglais par l'éminent Arthur Waley. Mon amie était certaine qu'à mon retour à Mexico je ne manquerais pas de dévorer sur le champ ces volumes qui, rédigés voici dix siècles, m'avaient patiemment attendu pendant si longtemps. Mon amie ne me dit pas que ces textes exerceraient un jour une influence sur mes œuvres, car à l'époque je n'avais pas la moindre idée que je commencerais un jour à écrire. En tous cas, l'influence ne s'est pas exercée, pour la simple raison que ces volumes, dont les pages n'ont même pas été coupées, demeurent inviolés dans la petite section de livres japonais de ma bibliothèque. Je n'ai pas lu non plus l'Alexiada, d'Anne Conmène, trouvée dans une reluisante librairie d'occasions proche de l'Hotel Metropol de Moscou, une édition en superbe état, traduite en Anglais par Elizabeth Dawes. Le gérant de la librairie me fit une petite conférence sur cette œuvre qu'il présentait comme "la rose d'or des lettres byzantines. Je l'ai parfois feuilletée, mais jusqu'à maintenant je n'ai pas trouvé le courage de poursuivre plus avant ma lecture. Enfin, puisque je suis en train de me confesser, je déclare n'avoir jamais lu Parerga und Paralelipomena de Schopenhauer, ce livre qui a transformé la vie de Borges, de Mann et de bien d'autres écrivains célèbres. Au point où j'en suis, je crains de ne jamais lire cet ouvrage, Par contre, je suis persuadé que je relirai encore plusieurs livres de Dickens, cet auteur qui, dans ma jeunesse, faisait froncer les sourcils à certains esprits selects.
La lecture est un jeu secret d'approximations et de distances. C'est aussi une loterie. On arrive à un livre par des chemins insolites. On rencontre un auteur de façon apparemment accidentelle et ensuite on ne peut jamais cesser de le relire. J'ai cité dans des articles, dans des entrevues, dans le texte même de mes romans, plusieurs auteurs dont j'estime être l'obligé. Mais, si mes souvenirs sont exacts, je n'ai jamais mentionné l'une de mes sources principales. Récemment, alors que j'écrivais une note sur Carlos Monsivais, j'ai trouvé , dans son anthologie de la chronique, quelques pages consacrées à Gabriel Vargas , Retrouver l'image de Borola, la voir agiter presque à la façon d'une pelote, son petit corps d'échassier, ceci a eu pour moi la signification de véritables retrouvailles. Elle chantait en dansant sa chanson de bataille :
oui, je remue beaucoup les hanches,
je les agite en cheminant, Pourquoi nous désespérer ? Je ne saurais y remédier, en faisant ainsi cuchichi cuchichi.
En faisant ainsi cuchichi cuchichi. .J'avance avec précautions, en faisant des arabesques, comme si je craignait d'arriver à l'inévitable confession. Ma dette envers Gabriel Vargas est immense. Mon sens de la parodie, mes jeux avec l'absurde me viennent de lui, et non de Gogol ou de Gombrowicz, comme j'aimerais le croire, Qui est Gabriel Vargas demanderont certains lecteurs. Eh bien, c'est un fabuleux auteur de bandes dessinées. L'une de ses séries, peut être la plus fameuse, s'intitule : La Famille Burron.
Au milieu de l'année 1953, au retour d'un séjour de plusieurs mois au Venezuela, j'ai retrouvé, en rentrant à l'Université, deux amis très chers : Alicia Osorio et Luis Prieto. Ils m'ont accueilli avec la plus grande cordialité et, au bout de quelques instants, ils ont commencé à me parler de Borola, de Reginito, de Cristeta et de Ruperto, et ils riaient aux éclats en rappelant les polissonneries de ces extravagants personnages. Chaque fois que je tentais d'introduire dans la conversation, le récit de quelque incident de mon voyage - les escales à La Havane et à Curaçao, le séjour au Venezuela, et surtout les épisodes de mes premières traversés maritimes, à bord du Francesco Morossini et de l'Andrea Gritti -, mes amis semblaient m'écouter, mais, à la première pause dans la conversation, ils revenaient au monde de Borola. Le lendemain, Luis m'a apporté à la Faculté le dernier numéro de La Familia Burron, et à partir de ce jour là, j'ai été pendant de longues années, le lecteur assidu de cette série.
Il nous est parfois arrivé, à Luis Prieto, à Monsivais et à moi-même de provoquer, au cours de repas chez des amis communs, de véritables tempêtes de rire, en citant quelque nouvel épisode de cette bande dessinée. Hors des vicissitudes de la famille Burron, rien n'avait, à nos yeux, la moindre importance. Nos amis les plus tolérants, en constatant dans quelles eaux nous barbotions, nous considéraient comme les victimes d'une tardive maladie infantile, dont nous parviendrions, dans le meilleur des cas, à nous guérir un jour. Mais certains des convives se sentaient concernés d'une certaine façon par les mésaventures des Burron, comme si ces anecdotes truculentes atteignaient des zones obscures de leur être. Ils commençaient alors à se comporter avec une courtoisie exagérée, proustienne. Ils parlaient, avec des roucoulements de colombes, de Vermeer et de Palladio, de l'argenterie héritée de grand-maman1 et de leur premier été sur la Cote d'Azur. Ils passaient de l'Espagnol au Français, en phrases brillantes et ingénieuses, comme si chacun de leurs gestes, chacune de leurs paroles avaient pour objet de mettre la plus grande distance possible entre eux et la cour commune où croupissait la famille Burron. Ils étaient déconcertés par l'apparition d'un Mexique qu'ils ne souhaitaient pas connaître, d'un Mexique joyeux, barbare, innocent et horrifiant, qu'ils ne pouvaient accepter. Un Mexique dont le langage était autrement plus vivace que leur conversation guindée et grisâtre. En prenant ses distances à l'égard de ce monde là, on pouvait oublier la tante qui s'était enfuie avec un péquenot et qui avait fini comme employée de la teinturerie française. Un fonds de commerce respectable, certes, voire même élégant, mais enfin une teinturerie... La distance permettait aussi de jeter un voile sur les incohérentes confessions finales du grand père sur les origines de sa fortune. Révélations qui, après tout, pouvaient s'expliquer par le gâtisme, mais qui, néanmoins avaient pendant un certain temps jeté le trouble dans la parentèle. Un autre des convives souhaitait écarter le souvenir d'un oncle qui rendait visite à la famille une ou deux fois l'an, avec de grandes taches de graisse sur sa cravate ou sur sa veste. Et tous les invités s'empressaient de parler à nouveau, d'une voix stridente, de Vermeer, du moment où Swan entre pour la première fois dans la demeure des Guermantes, de la sonate de César Frank, et autres thèmes de bon goût.
Nous avions coutume, Luis Prieto et moi, de rendre visite tous les quinze jours à Alfonso Reyes. Un jour, la conversation s'égara, par hasard ou volontairement, sur Gabriel Vargas et ses historiettes. Don Alfonso fit l'éloge de la façon dont Vargas avait réussi à capter et à rendre le langage populaire avec une extraordinaire stylisation mélodique. Les personnes auxquelles nous avons rapporté cette opinion, n'ont pas ajouté foi à nos paroles.
On nous accusait de blasphémer ! Et lorsque Don Alfonso lui-même répéta ces propos à l'occasion d'une interview, certains lecteurs ont du penser, qu'à l'exemple du grand père dont je parlais tout à l'heure, notre illustre polygraphe commençait à radoter.
La petite histoire de Vargas était le reflet du melting-pot caractéristique de la ville de Mexico et de son immense mobilité sociale vers le milieu du XXème siècle. La famille Burron est issue de l'union de Regino Burron - propriétaire et unique employé de El Rizo de Oro, un salon de coiffure d'un quartier pauvre - avec Borola Tachuche, son épouse, avec laquelle il vit en guerre perpétuelle. Regino est un modèle des vertus modestes d'honnêteté et d'épargne, mais il est aussi la parfaite expression de la banalité et du manque d'imagination. Borola, en revanche, incarne le changement, le désordre, l'abus, la tricherie, l'excès, et, en même temps, l'imagination, la fantaisie, le goût du risque, l'insoumission Elle est animée, avant tout et par dessus tout, d'une incommensurable aptitude à jouir de la vie. Bien décidée à conquérir le monde et à parvenir au sommet, elle se jette dans toutes les activités : les affaires, la politique, les spectacles. Et toutes ses aventures aboutissent à l'échec. Après chaque expérience, elle revient, vaincue, à son gîte, à l'horrible cour commune dont elle ne parvient pas à s'échapper. Mais à l'instant où elle revient auprès de son fidèle Regino, prête à lui demander pardon pour toutes ses extravagances et à lui jurer qu'elle ne se lancera plus dans de nouvelles aventures, elle commence déjà à échafauder une nouvelle entreprise, encore plus hasardeuse que les précédentes. Les personnages secondaires, les autres membres de la famille se meuvent dans des milieux sociaux opposés. Il y a, d'un coté, une tante Cristeta, une millionnaire, qui vit avec Marcel, sa mascotte, un crocodile avec lequel elle se baigne tous les matins dans une piscine emplie de champagne. Et voici, d'autre part, le frère de Borola, Ruperto, un ganster malchanceux, perpétuellement en fuite, dont les lecteurs ne parviennent jamais à entrevoir le visage.
Le couple central ne réussit à se réconcilier que de temps à autre : la révolte et la soumission ne font pas bon ménage. Et au delà du gîte des Burron, de cette cour commune cernée de logements misérables, s'étend un monde régi et soutenu par l'arbitraire et la corruption : policiers corrompus, inspecteurs corrompus, juges corrompus, bureaucrates corrompus.
J'imagine que l'immense majorité des lecteurs se range comme moi dans le parti de Borola, sur laquelle les récriminations, les sermons, les prédications et les conseils glissent comme le vent sur Juarez. L'effet est semblable à celui que produisent certains des romans anglais qui prêchaient la morale victorienne. Qui ne préfère l'indélicate Becky Sharp aux sépulcres blanchis qui peuplent La foire aux vanités ? Qui donc, ayant lu à l'age voulu L'Ile au trésor, ne préfère Long John Silver, le pirate impitoyable et séduisant, aux personnages solennels qui secondent Jim Hawkins dans une entreprise qui vise, ne l'oublions pas, à s'accaparer le riche trésor qui est au centre du récit ?
Dans un monde peuplé d'insupportables marionnettes de ce genre, le nom de Borola est un anachronisme. Sa seule évocation me ramène à une vitalité ambiante aujourd'hui disparue.
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