o unas canijas visiones acerca de los Burrón Por el año del chorrocientos, en el antiguo Callejón del Sapo, hoy del Cuajo, número sepetecientos, vivía una canija familia que, durante el siglo pasado y lo que va de éste, ha sido motivo de chorromil descuajiringes. Gracias a sus aventuras, los astronautas pudieron ser felices en el espacio y los presidiarios decidieron no escaparse del bote. La familia está compuesta por el papá zotaco, don Regino Burrón, y su esposa, la aristócrata venida a menos, Borola Tacuche de Burrón, así como sus dos tlaconetes: el Tejocote, Regino chico, Macuca y Foforito Cantarranas, hijo adoptivo, a quien recibieron de manos de don Susano Cantarranas. Donde dice chorrocientos debe decir 55, pues fue en 1948 cuando surgió este fenómeno que apareció, originalmente, dentro de la serie editada por la Editorial Panamericana, cuyo dueño era el coronel José García Valseca. Cuando le preguntaron a Gabriel Vargas cuántos números aparecieron, dijo: "¡Uyyyy! Han de haber salido miles. Ya ni me acuerdo. ¿Se imagina en cuarenta años lo que hice? Durante dieciocho años trabajé una página diaria en El Sol de México: media página en el matutino y media en el vespertino. Después, en Excélsior, durante doce o trece años hiceSopa de perico y una bola de cosas que ya ni me acuerdo. Además, cientos de historietas pequeñas..." Tras el fin de la Cadena García Valseca, Gabriel Vargas decidió marchar por su propia ruta y fundó, con su esposa, la reportera Guadalupe Apendini, su propio sello editorial GyG. Así, hace veinticinco años, el 15 de septiembre de 1978, apareció el ejemplar núm. 1 de la segunda época: Borola para diputado. En estos días, octubre de 2003, aparecerá el número 1306. Los monigotes de Gabriel Vargas, como él los llama, se han convertido en uno de los iconos culturales mexicanos; es una manifestación artística que permite infinidad de lecturas. DE LA PELUQUERÍA ELRIZO DE ORO, A LA ESTÉTICA NACIONAL Una de las pocas cosas buenas que dejó el movimiento armado de 1910 fue la consolidación del movimiento nacionalista, una revolución cultural que expresó la gran riqueza del arte mexicano. Pintura, música, escultura, caricatura, cine, radio, todo se tornó en un crisol rico en matices. A querer o no, durante las tres primeras décadas del siglo xx nuestros grandes artistas se enfocaron a inventar nuestro país. Es durante la llamada institucionalización de la Revolución cuando logra consolidarse y expresarse en diversos ámbitos de la vida artística y cultural. Prácticamente, el nacionalismo nos dibujó, generando una serie de estereotipos donde los cómics y la caricatura jugaron un papel importante. Diversos moneros, como Andrés Audiffred, Jesús Acosta (autor de El Chupamirto), Juan Arthenack, Islas Allende o Hugo Tilghmann, entre otros, al lado de autores de cómic, como Germán Butze, Valdiosero o Guerrero Edwards (la lista, entre ambos géneros, es muy vasta) expresaron la idea del nacionalismo en boga, retratando nuestra vida cotidiana, con personajes que representaban el estereotipo de lo mexicano: los charritos, los vaguitos, las marías, los empistolados, los comerciantes, los nuevos ciudadanos de la ciudad, las "changuitas" de barrio y los catrines de banqueta. En un país analfabeto, cuya información se nutría, y se nutre, de imágenes, como sucedía con las famosas Hojas Volantes de José Guadalupe Posada o la gráfica comercial de Juan Bautista Urrutia en los cigarros del Buen Tono, sumado a la literatura romántica y la versificación popular, que se expresaba en las bombas yucatecas o en las calaveras de día de muertos, estos moneros se encargaron de conformar, culturalmente, las imágenes de lo mexicano. En este contexto es en el que crece, se forma y desarrolla Gabriel Vargas, nacido el 24 de marzo de 1918. A los trece años, cuando comienza el periodo de la revolución institucionalizada, comienza a trabajar prácticamente sin detenerse nunca. Su trabajo se inscribe en la crítica social, en la observación de la vida cotidiana, en el retrato de los mexicanos. Gabriel Vargas es un heredero de José Joaquín Fernández de Lizardi, el llamado "Pensador Mexicano", así como de los escritores costumbristas del XIX, como Ángel de Campo; de autores como Luis G. Inclán y, por supuesto de los grandes artistas de la imagen, como José Guadalupe Posada, Andrés Audiffred o Guerrero Edwards, por señalar algunos. En la comedia humana que reproduce don Gabriel está inmersa la tragicomedia mexicana, se encuentra la estética de lo cotidiano, la perfecta reproducción de un microcosmos, a través de la vida de la vecindad de quinto patio que hoy se ha convertido en el condominio de quinto piso, un espacio desde donde se irradia al resto de la ciudad, del país. Además de la risa, del humor, del sarcasmo, debemos al trabajo de Vargas el conocimiento de un país que ha ido cambiando poco a poquito, aunque al final de los cambios se mantiene igual, tal como su historieta que ha transitado varias décadas y sus personajes no salen de "perico perro". INCLÁN CANTARÍN A LOS QUERUBINES BURRONES Luis Gonzaga Inclán publicó en 1865 la novela Astucia. Los charros contrabandistas de la rama o los hermanos de la hoja, una excepcional obra de la que señaló Mariano Azuela, uno de nuestros grandes novelistas: "es un novelón de las dimensiones que se estilaban en España en el siglo xix, pero un novelón con algo tan medularmente nuestro, que me atrevo a asegurar que desde ese punto de vista no ha sido superado hasta nuestros días". Otro excepcional escritor, Salvador Novo, calificó a Inclán como el mayor novelista y a Astucia como el arquetipo ideal de lo mexicano. Aunque el ámbito y los escenarios de la novela están más cercanos al campo, el recoger las expresiones del habla popular, del habla de lo mexicano,Astucia copia y reproduce lo nuestro sin tomar modelos ni ejemplos, influjos ni pautas, donde se conserva íntegro el hablar de los mexicanos. Es en este mismo sentido que La Familia Burrón recobra el lenguaje mexicano. La frase "Yo te cantarines con quién querubines casa, esa tepistoca", pertenece a Astucia, pero bien la podría decir cualquiera de los personajes de Gabriel Vargas. Leamos otras frases de Astucia: "Ya está, Ana hueche, no se enoje, no me vaya a echar una rata muerta." "No vaya a decir este señor que soy mariquita con calzones." "Vayan a la casa de Chirimoyo, en el Callejón de las Amescuas, y verán una chaparrita de pelo crespo." Compárense con estas: "Pobre hombre, se le cansó la burra, qué güeno que yo soy de ésos que aunque tomen a lo desesperao, no se doblan y mucho menos, azotan." (Susano Cantarranas) "Se necesitaban hombres con fortaleza de Sansón, ligereza de liebre y de pensamiento rápido." (Regino Burrrón) "Regresaba como chile deshebrado." (Borola) AY, MACUCA, PARECES UN QUERUBÍN (O AY, ESPERGENCIA POR DIOS) Junto a mis libros y cómics de La Familia Burrón, se encuentran los libros de Chava Flores. No es gratuito: ambos son excelentes cronistas de la vida cotidiana de nuestra ciudad y de nuestro país; tan es así, que la portada y la contraportada del Cancionero, de Chava Flores, publicado en 1998, fueron realizadas por don Gabriel Vargas. Durante una entrevista con Cristina Pacheco, realizada en 1982, a la pregunta: "¿Considera a sus canciones como retratos o caricaturas?", Chava Flores contestó: "Más bien caricaturas. Siento que Gabriel Vargas y yo andamos, como quien dice, por la misma banqueta." Prácticamente contemporáneos, Chava Flores nació el 14 de enero de 1920, mientras que Gabriel Vargas llegó a este mundo dos años antes, tuvieron una vida paralela, anduvieron cacheteando por las mismas banquetas, por la misma ciudad en donde, con gran facilidad, los personajes se podrían confundir pues son los mismos, son los pares que pululan la urbe, las calle, autobuses, el metro, y que la padecen y disfrutan. Cuando uno escucha "La casa de la Lupe", resulta fácil imaginar la vecindad del Callejón del Cuajo; o, tal vez, al escuchar "Plagiando versos" ("cuando yo te quería, cuántos versos me plagié, te dije que era poeta y pa tí los dediqué"), uno recuerda al bardo Avelino Pilongano, mi personaje favorito, y una de sus grandes creaciones, a la altura de cualquiera de los jóvenes creadores del FONCA: "Esta noche como rana, voy a cantarle a tu hermana", O la clásica cuarteta, rescatada para la eternidad por Monsiváis: Llegó altanero zopiloteCanciones de Chava Flores, como "Los quince años de Espergencia", evocan la edad eterna de Macuca, la joven hija del matrimonio que nunca ha dejado de ser la misma chica seria, estudiosa y educada, chaperona y censora, a veces cómplice, de las locuras de su madre.LAS GENEALOGÍAS Si nuestro país no hubiera existido, a través de la Familia Burrón don Gabriel Vargas lo habría creado. Con ochenta y cinco años a cuestas, don Gabriel ha creado un grandioso universo, una comedia humana, una de las grandes crónicas en donde se expresa y se refleja la vida cotidiana de nuestro país. Aquellos que han menospreciado la historieta jamás podrán entender el significado cultural y artístico que tiene la obra de don Gabriel. Así como se ha buscado la genealogía de obras literarias de indudable calidad, como el caso de Cien años de soledad, habrá que buscar y plantear los personajes elaborados en La Familia Burrón durante cincuenta y cinco años, más de medio siglo que han hecho reír y llorar a una sociedad ávida de verse retratada sin desdén, sin autoflagelo, aunque, eso sí, burlándose de sí misma. Hace unos días, toda la prensa publicó un texto de Gabriel García Márquez donde relataba su feliz encuentro literario con Juan Rulfo.*El Gabo escribió: "por subjetivo que se crea, todo un nombre se parece en algún modo a quien lo lleva y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real [...] lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros". Los nombres de los personajes de Vargas, como los de Rulfo o del mismo García Márquez, tienen magia: Ruperto Tacuche, Cristeta Tacuche, Boba Licona, Bella Bellota, Susano Cantarranas, La divina Chuy, Briagoberto Memelas, Juanón Teporochas, Avelino Pilongano, Gamucita Pericocha viuda de Pilongano, etcétera, sin contar todos aquellos personajes incidentales que aparecen en cada número: Melba Vinagrillo, Leontino Pantoja, Dodó Cucuruché, Imeldo Cascajo, Onofre Cabañas, Melitón Chagoya, Walter Chavira, Narda Felipa, Betina Berrones, Viviano Torrija, Gladys Petra, Isidro Cotorón, Sinfónico Fonseca. Se han señalado alrededor de sesenta personajes de la historieta, donde destaca la familia protagonista: la familia Burrón, cuyo éxito ha sido tal, que alguna vez alcanzó un tiraje de 500 mil ejemplares semanales, lo que significa la lectura de unos dos millones de personas. La calidad estética está fuera de toda duda. La "Oda a Borola Tacuche de Burrón (escrita en versículos chipocludos y dedicada a la Barda Chachis Pachis Palomeque)", por Hugo Gutiérrez Vega, y dos excelentes ensayos, uno de Sergio Pitol, "Borola contra el mundo" y otro de Carlos Monsiváis, "Sobre los ochenta años de Gabriel Vargas", son apenas un pequeño homenaje, a pesar de la gran calidad de este genial trío, a un gigante de nuestra cultura, a uno de nuestros grandes creadores a cuya obra el Instituto Nacional de Bellas Artes o la Secretaría de Cultura del gdf, le deben un reconocimiento. * Que muy pronto se descubrió que era un fusil del mismo García Márquez, publicado el 27 de septiembre de 1980, en la revista Proceso. |
Historias de José Guadalupe Posada, notas de prensa, crónica literaria y periodística
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miércoles, 4 de febrero de 2015
Vibraciones del caletre. Un texto de 2003
Borola contra el mundo. Sergio Pitol
Hoy que se encuentra enfermo el maestro Sergio Pitol, Premio Cervantes de Literatura, y que tenemos el centenario del nacimiento de otro genio, Gabriel Vargas, publico un texto escrito por Pitol que es un homenaje a la gran obra de Vargas. Fue publicado en La Jornada Semanal, el 10 de mayo de 1998. (Incluye versión en francés)
Releo los materiales del libro en que me afano. Pretende ser un registro de pasos, la historia de una educación aún no concluida, y descu-bro rezagos de esno-bismo de los que creía haberme libe-rado. Entre otros, la tendencia a citar lecturas visiblemente prestigiosas. No se trata de inventarlas ni de falsificarlas, para nada me interesa aparecer como un lector que no soy; sólo que he excluido otras más plebeyas o, digamos, más normales, y que han sido en mi vida tremendamente importantes.
Me he resistido, desde siempre, a consumir los libros impuestos por la moda. Mi mapa de lecturas se ha ido trazando un poco al azar, por destino, temperamento y mucho por hedonismo. Me fascinan los excéntricos. He frecuentado desde hace más de cuarenta años las novelas de Ronald Firbank, cuando en la misma Inglaterra su público era casi invisible; también las novelas esotéricas de H. Myers, a las que sólo se ha acercado un minúsculo puñado de fieles. Escribí sobre Flann O'Brien cuando At-Swimm-Two-Birds debía contar apenas con unas cuantas docenas de lectores, todos dispuestos a morir por ese libro excepcional.
Trato de vigilarme, de no inventarme gustos, de no cercarme. Podría citar títulos deslumbrantes, asegurar que forman parte de mis libros de cabecera. Mentiría. En un viaje a Nueva York, hace mil años, una amiga me conminó a adquirir los seis volúmenes de The Tale of Genji, escritos por la señora Murasaki en el décimo siglo de nuestra era y traducidos al inglés por el eminente Arthur Waley. Mi amiga afirmaba estar segura de que al volver a México los devoraría de inmediato, que esos libros escritos diez siglos atrás me habían estado aguardando con paciencia; no dijo que llegarían a influenciar mi literatura porque en aquella época no tenía yo la más mínima idea de que un día comenzaría a escribir. La influencia no se dio, por la sencilla razón de que hasta hoy se encuentran intonsos en mi pequeña sección de japoneses. Tampoco he leído La Alexiada, de Anna Comnena, hallada en una soberbia librería de lance al lado del hotel Metropol, en Moscú; una edición en perfectas condiciones, traducida al inglés por Elizabeth Dawes. El encargado de la librería me aleccionó sobre esa obra a la que siempre se refirió como ``la rosa de oro de las letras bizantinas''. Me aseguró, entre otras cosas, que era una de las pasiones de Bajtín. La he hojeado alguna vez, pero hasta ahora no he encontrado la energía para seguir adelante. En fin, si a confesiones vamos, declaro no haber siquiera leído Parerga und Paralelipomena, de Schopenhauer, libro que cambió la vida de Borges, de Mann y de muchos otros escritores famosos. A estas alturas es posible que no llegue a hacerlo, y en cambio doy por cierto que releeré aún varios Dickens, autor que en mi juventud hacía fruncir la nariz a algunos espíritus selectos.
La lectura es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería. Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca. He citado en artículos, en entrevistas, en el cuerpo mismo de mis novelas a varios escritores de quienes me considero deudor; pero nunca, hasta donde recuerdo, mencioné una de mis fuentes principales. Hace poco, mientras escribía unos apuntes sobre Carlos Monsiváis, encontré en su antología de la crónica unas páginas dedicadas a Gabriel Vargas. Tropezar ahí con la imagen de Borola, verla agitar casi en pelota su cuerpecito de zancudo, significó un verdadero reencuentro. Cantaba y bailaba su canción de batalla:
Muevo mucho las caderas,
las agito al caminar.
¿Por qué te me desesperas?
No lo puedo remediar...
Haciendo así cuchichí, cuchichí...
Haciendo así cuchichí, cuchichí...
Avanzo con cautela, haciendo arabescos, como si temiera llegar a la obligada confesión: ``Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir.'' ¿Quién es Gabriel Vargas?, preguntará alguno. Bueno, es un fabuloso cartonista, uno de cuyos comics, quizás el más famoso, se llamó La familia Burrón.
A mediados de 1953, después de pasar unos meses en Venezuela, al volver a la Universidad me encontré con dos amigos entrañables, Alicia Osorio y Luis Prieto. Me saludaron con toda la cordialidad del mundo, para un instante después ponerse a hablar de Borola, Reginito, Cristeta y Ruperto, y morirse de risa al celebrar las trapisondas de aquellos extravagantes personajes. Cada vez que trataba de filtrar en la conversación algún incidente del viaje, las escalas en La Habana y en Curaçao, la temporada en Caracas y, sobre todo, las historias de la travesía marítima en el Fancesco Morossini y el Andrea Gritti, mis primeros barcos, parecían escucharme, pero a la primera pausa volvían al mundo de Borola. Al día siguiente, Luis me llevó a la Facultad el último número de La familia Burrón. A partir de ese día fui su jubiloso lector durante varios años.
Algunas veces Luis Prieto, Monsiváis y yo coincidíamos a comer en casas de amigos comunes, y en varias ocasiones inundamos esas reuniones con torrentes de risa al comentar algún nuevo episodio de esa historieta. Fuera de lo que le ocurriera a Borola Burrón, todo lo demás dejaba de importarnos. Los amigos más tolerantes, al comprobar en qué aguas chapoteábamos, nos trataban como a víctimas de un sarampión tardío del que a lo mejor nos repondríamos con el tiempo. Pero había quienes de algún modo se sentían aludidos por las circunstancias de Borola, como si aquellas historias truculentas llegaran a zonas ocultas de su ser; comenzaban a comportarse con una finura exagerada, proustiana; hablaban como palomas en arrullo de Vermeer, del Palladio, de las vajillas heredadas de grand-maman, de aquel primer verano en la costa azul. Pasaban del español al francés en frases brillantes e ingeniosas, como si cada gesto, cada palabra tuviera la función de mantener la mayor distancia entre ellos y el patio de vecindad donde vivían los Burrón. Los descomponía la aparición de un México que no deseaban reconocer, un México radiante, bárbaro, inocente y esperpéntico que les era imposible aceptar, un lenguaje mucho más vivo que la cursi grisalla en que se comunicaban. Distanciarse de ese mundo significaba no acordarse de la tía que se fugó con un roto y terminó trabajando en la tintorería francesa, un negocio muy respetable, sí, y hasta elegante, pero al fin y al cabo una tintorería; o de aquellas incoherentes confesiones finales del abuelo sobre el origen de su fortuna que, bueno, a fin de cuentas, podrían ser producto de la chochez, pero que por bastante tiempo tuvieron alterada a la familia. Alguien más recordaría a aquel tío que se presentaba por casa una o dos veces al año con lamparones en la corbata o en las solapas. Y entonces, venga de nuevo a hablar, con voz ya estridente, de Vermeer, del momento en que Swann entró por primera vez en casa de los Guermantes, de la sonata de César Frank, y otros primores.
Luis Prieto y yo visitábamos quincenalmente a don Alfonso Reyes. Un día, casual o voluntariamente, la conversación recayó en Gabriel Vargas y su historieta, y celebró la captación del habla popular y su extraordinaria estilización melódica. Cuando lo repetimos nadie lo creyó.
¡Blasfemábamos! Cuando después lo dijo en una entrevista periodística, algunos debieron pensar que, como el abuelo aquel, nuestro polígrafo chocheaba.
La historieta de Vargas reproducía el melting-pot vigente en la ciudad de México y su inmensa movilidad social a mediados de este siglo. La familia Burrón tenía por eje a un matrimonio: don Regino Burrón, propietario y único operario de El Rizo de Oro, una peluquería de barrio pobre, y Borola Tacuche, su mujer, con quien vive en perpetua contienda. Don Regino es un dechado de virtudes modestas: sensatez, honradez, ahorro, pero es también la más perfecta expresión del tedio y de la falta de imaginación. Borola representa, en cambio, la anarquía, el abuso, la trampa, el exceso, y al mismo tiempo la imaginación, la fantasía, el riesgo, la insumisión y, más que nada, la inconmensurable posibilidad del goce de la vida. Decidida a conquistar el mundo, de llegar a la cúspide, se atreve a todo: negocios, política, espectáculo. No hay hazaña donde no fracase. De cada experiencia volverá derrotada a su guarida, al horrísono patio de vecindad del que, por lo visto, le es imposible escapar. Pero en el mismo instante de regresar al lado de su fiel Reginito, de pedir perdón por sus deslices, de jurar no volver más a las andadas, planea ya una nueva aventura más desorbitada aún que la anterior. Los personajes secundarios, los otros miembros de la familia, se mueven en círculos antagónicos. Hay una tía Cristeta, millonaria, quien vive con Marcel, su mascota, un cocodrilo con el cual se sumerge todas las mañanas en una piscina llena de champaña; el hermano de Borola, Ruperto, es un gángster sin suerte, un perpetuo prófugo de la justicia, cuyo rostro jamás conoceremos. La pareja central sólo logra reconciliarse por momentos: la revuelta y la sumisión no casan bien. El mundo exterior a ese patio de viviendas paupérrimas está regido y sostenido por la corrupción y la prepotencia: policías corruptos, inspectores corruptos, jueces corruptos, burócratas corruptos. Me imagino que la mayoría inmensa de lectores nos alineábamos del lado de Borola, a quien las recriminaciones, sermones, las moralinas y los consejos le hacían lo que el viento a Juárez. El efecto es igual al que producen varias de las novelas inglesas que escudriñan la moral victoriana. ¿Quién no prefiere a la inescrupulosa Becky Sharp sobre los sepulcros blanqueados que pueblan La feria de las vanidades? ¿Quién que haya leído La isla del tesoro a la edad adecuada no prefiere a Long John Silver, el pirata despiadado y seductor, sobre los solemnes caballeros que asesoran a Jim Hawkins en su empresa, los cuales, no hay que olvidarlo, compartirán con él el codiciado tesoro sobre el que gira la novela?
En este mundo de insoportables yuppies el nombre de Borola es un anacronismo. Evocarla me remite a una vitalidad ambiental ya desaparecida.
Borola contre le monde Sergio Pitol | |
Les influences littéraires viennent souvent du coté le plus inattendu .Nombre de grands auteurs n'ont pas hésité à parler d'œuvres fort éloignées de ce que les élites intellectuelles ont coutume de considérer comme la "haute culture". Ainsi Sergio Pitol nous confie-t-il, dans cet essai, son penchant et ses amours pour " La Familia Burron ", ce miroir inépuisable de notre idiosyncrasie
Je passe en revue les documents du livre auquel je travaille. Un livre qui aspire à être un registre de faits, l'histoire d'une éducation encore inachevée. Et j'y découvre des résidus de snobisme dont je croyais m'être libéré. Entre autres, la tendance à citer des lectures indiscutablement prestigieuses. Je ne les ai certes pas inventées. Je n'ai pas falsifié cette énumération Je ne souhaite nullement faire figure de lecteur délicat. Il n'en est pas moins vrai que j'ai exclu de ces notations des lectures plus plébéiennes, disons plus normales, qui ont cependant joué dans ma vie un rôle terriblement important.
Je me suis toujours refusé à lire les livres imposés par la mode. La géographie de mes lectures a été tracée un peu au hasard, par destin ou tempérament, et beaucoup par hédonisme. Je suis fasciné par les excentriques J'ai commencé à fréquenter l'univers romanesque de Ronald Firbank il y a plus de quarante ans, à une époque où même en Angleterre, son public était presque inexistant Je m'intéresse également aux romans ésotériques de H. Myers qui ne sont lus que par une minuscule poignée de fidèles. Et j'ai écrit sur Flann O'Brien lorsque At-Swimm-Two-Birds ne comptait encore que quelques douzaines de lecteurs, tous disposés à mourir pour ce texte exceptionnel.
J'essaye de me surveiller, de ne pas m'inventer des goûts, de ne pas me limiter. Je pourrais certes citer des titres prestigieux et assurer qu'ils font partie de mes livres de chevet, Mensonge. Au cours d'un voyage à New York, il y a mille ans de cela, une amie me persuada d'acheter les six volumes de The Thale of Genji, écrits par Madame Murasaki au dixième siècle de notre ère et traduits en anglais par l'éminent Arthur Waley. Mon amie était certaine qu'à mon retour à Mexico je ne manquerais pas de dévorer sur le champ ces volumes qui, rédigés voici dix siècles, m'avaient patiemment attendu pendant si longtemps. Mon amie ne me dit pas que ces textes exerceraient un jour une influence sur mes œuvres, car à l'époque je n'avais pas la moindre idée que je commencerais un jour à écrire. En tous cas, l'influence ne s'est pas exercée, pour la simple raison que ces volumes, dont les pages n'ont même pas été coupées, demeurent inviolés dans la petite section de livres japonais de ma bibliothèque. Je n'ai pas lu non plus l'Alexiada, d'Anne Conmène, trouvée dans une reluisante librairie d'occasions proche de l'Hotel Metropol de Moscou, une édition en superbe état, traduite en Anglais par Elizabeth Dawes. Le gérant de la librairie me fit une petite conférence sur cette œuvre qu'il présentait comme "la rose d'or des lettres byzantines. Je l'ai parfois feuilletée, mais jusqu'à maintenant je n'ai pas trouvé le courage de poursuivre plus avant ma lecture. Enfin, puisque je suis en train de me confesser, je déclare n'avoir jamais lu Parerga und Paralelipomena de Schopenhauer, ce livre qui a transformé la vie de Borges, de Mann et de bien d'autres écrivains célèbres. Au point où j'en suis, je crains de ne jamais lire cet ouvrage, Par contre, je suis persuadé que je relirai encore plusieurs livres de Dickens, cet auteur qui, dans ma jeunesse, faisait froncer les sourcils à certains esprits selects.
La lecture est un jeu secret d'approximations et de distances. C'est aussi une loterie. On arrive à un livre par des chemins insolites. On rencontre un auteur de façon apparemment accidentelle et ensuite on ne peut jamais cesser de le relire. J'ai cité dans des articles, dans des entrevues, dans le texte même de mes romans, plusieurs auteurs dont j'estime être l'obligé. Mais, si mes souvenirs sont exacts, je n'ai jamais mentionné l'une de mes sources principales. Récemment, alors que j'écrivais une note sur Carlos Monsivais, j'ai trouvé , dans son anthologie de la chronique, quelques pages consacrées à Gabriel Vargas , Retrouver l'image de Borola, la voir agiter presque à la façon d'une pelote, son petit corps d'échassier, ceci a eu pour moi la signification de véritables retrouvailles. Elle chantait en dansant sa chanson de bataille :
oui, je remue beaucoup les hanches,
je les agite en cheminant, Pourquoi nous désespérer ? Je ne saurais y remédier, en faisant ainsi cuchichi cuchichi.
En faisant ainsi cuchichi cuchichi. .J'avance avec précautions, en faisant des arabesques, comme si je craignait d'arriver à l'inévitable confession. Ma dette envers Gabriel Vargas est immense. Mon sens de la parodie, mes jeux avec l'absurde me viennent de lui, et non de Gogol ou de Gombrowicz, comme j'aimerais le croire, Qui est Gabriel Vargas demanderont certains lecteurs. Eh bien, c'est un fabuleux auteur de bandes dessinées. L'une de ses séries, peut être la plus fameuse, s'intitule : La Famille Burron.
Au milieu de l'année 1953, au retour d'un séjour de plusieurs mois au Venezuela, j'ai retrouvé, en rentrant à l'Université, deux amis très chers : Alicia Osorio et Luis Prieto. Ils m'ont accueilli avec la plus grande cordialité et, au bout de quelques instants, ils ont commencé à me parler de Borola, de Reginito, de Cristeta et de Ruperto, et ils riaient aux éclats en rappelant les polissonneries de ces extravagants personnages. Chaque fois que je tentais d'introduire dans la conversation, le récit de quelque incident de mon voyage - les escales à La Havane et à Curaçao, le séjour au Venezuela, et surtout les épisodes de mes premières traversés maritimes, à bord du Francesco Morossini et de l'Andrea Gritti -, mes amis semblaient m'écouter, mais, à la première pause dans la conversation, ils revenaient au monde de Borola. Le lendemain, Luis m'a apporté à la Faculté le dernier numéro de La Familia Burron, et à partir de ce jour là, j'ai été pendant de longues années, le lecteur assidu de cette série.
Il nous est parfois arrivé, à Luis Prieto, à Monsivais et à moi-même de provoquer, au cours de repas chez des amis communs, de véritables tempêtes de rire, en citant quelque nouvel épisode de cette bande dessinée. Hors des vicissitudes de la famille Burron, rien n'avait, à nos yeux, la moindre importance. Nos amis les plus tolérants, en constatant dans quelles eaux nous barbotions, nous considéraient comme les victimes d'une tardive maladie infantile, dont nous parviendrions, dans le meilleur des cas, à nous guérir un jour. Mais certains des convives se sentaient concernés d'une certaine façon par les mésaventures des Burron, comme si ces anecdotes truculentes atteignaient des zones obscures de leur être. Ils commençaient alors à se comporter avec une courtoisie exagérée, proustienne. Ils parlaient, avec des roucoulements de colombes, de Vermeer et de Palladio, de l'argenterie héritée de grand-maman1 et de leur premier été sur la Cote d'Azur. Ils passaient de l'Espagnol au Français, en phrases brillantes et ingénieuses, comme si chacun de leurs gestes, chacune de leurs paroles avaient pour objet de mettre la plus grande distance possible entre eux et la cour commune où croupissait la famille Burron. Ils étaient déconcertés par l'apparition d'un Mexique qu'ils ne souhaitaient pas connaître, d'un Mexique joyeux, barbare, innocent et horrifiant, qu'ils ne pouvaient accepter. Un Mexique dont le langage était autrement plus vivace que leur conversation guindée et grisâtre. En prenant ses distances à l'égard de ce monde là, on pouvait oublier la tante qui s'était enfuie avec un péquenot et qui avait fini comme employée de la teinturerie française. Un fonds de commerce respectable, certes, voire même élégant, mais enfin une teinturerie... La distance permettait aussi de jeter un voile sur les incohérentes confessions finales du grand père sur les origines de sa fortune. Révélations qui, après tout, pouvaient s'expliquer par le gâtisme, mais qui, néanmoins avaient pendant un certain temps jeté le trouble dans la parentèle. Un autre des convives souhaitait écarter le souvenir d'un oncle qui rendait visite à la famille une ou deux fois l'an, avec de grandes taches de graisse sur sa cravate ou sur sa veste. Et tous les invités s'empressaient de parler à nouveau, d'une voix stridente, de Vermeer, du moment où Swan entre pour la première fois dans la demeure des Guermantes, de la sonate de César Frank, et autres thèmes de bon goût.
Nous avions coutume, Luis Prieto et moi, de rendre visite tous les quinze jours à Alfonso Reyes. Un jour, la conversation s'égara, par hasard ou volontairement, sur Gabriel Vargas et ses historiettes. Don Alfonso fit l'éloge de la façon dont Vargas avait réussi à capter et à rendre le langage populaire avec une extraordinaire stylisation mélodique. Les personnes auxquelles nous avons rapporté cette opinion, n'ont pas ajouté foi à nos paroles.
On nous accusait de blasphémer ! Et lorsque Don Alfonso lui-même répéta ces propos à l'occasion d'une interview, certains lecteurs ont du penser, qu'à l'exemple du grand père dont je parlais tout à l'heure, notre illustre polygraphe commençait à radoter.
La petite histoire de Vargas était le reflet du melting-pot caractéristique de la ville de Mexico et de son immense mobilité sociale vers le milieu du XXème siècle. La famille Burron est issue de l'union de Regino Burron - propriétaire et unique employé de El Rizo de Oro, un salon de coiffure d'un quartier pauvre - avec Borola Tachuche, son épouse, avec laquelle il vit en guerre perpétuelle. Regino est un modèle des vertus modestes d'honnêteté et d'épargne, mais il est aussi la parfaite expression de la banalité et du manque d'imagination. Borola, en revanche, incarne le changement, le désordre, l'abus, la tricherie, l'excès, et, en même temps, l'imagination, la fantaisie, le goût du risque, l'insoumission Elle est animée, avant tout et par dessus tout, d'une incommensurable aptitude à jouir de la vie. Bien décidée à conquérir le monde et à parvenir au sommet, elle se jette dans toutes les activités : les affaires, la politique, les spectacles. Et toutes ses aventures aboutissent à l'échec. Après chaque expérience, elle revient, vaincue, à son gîte, à l'horrible cour commune dont elle ne parvient pas à s'échapper. Mais à l'instant où elle revient auprès de son fidèle Regino, prête à lui demander pardon pour toutes ses extravagances et à lui jurer qu'elle ne se lancera plus dans de nouvelles aventures, elle commence déjà à échafauder une nouvelle entreprise, encore plus hasardeuse que les précédentes. Les personnages secondaires, les autres membres de la famille se meuvent dans des milieux sociaux opposés. Il y a, d'un coté, une tante Cristeta, une millionnaire, qui vit avec Marcel, sa mascotte, un crocodile avec lequel elle se baigne tous les matins dans une piscine emplie de champagne. Et voici, d'autre part, le frère de Borola, Ruperto, un ganster malchanceux, perpétuellement en fuite, dont les lecteurs ne parviennent jamais à entrevoir le visage.
Le couple central ne réussit à se réconcilier que de temps à autre : la révolte et la soumission ne font pas bon ménage. Et au delà du gîte des Burron, de cette cour commune cernée de logements misérables, s'étend un monde régi et soutenu par l'arbitraire et la corruption : policiers corrompus, inspecteurs corrompus, juges corrompus, bureaucrates corrompus.
J'imagine que l'immense majorité des lecteurs se range comme moi dans le parti de Borola, sur laquelle les récriminations, les sermons, les prédications et les conseils glissent comme le vent sur Juarez. L'effet est semblable à celui que produisent certains des romans anglais qui prêchaient la morale victorienne. Qui ne préfère l'indélicate Becky Sharp aux sépulcres blanchis qui peuplent La foire aux vanités ? Qui donc, ayant lu à l'age voulu L'Ile au trésor, ne préfère Long John Silver, le pirate impitoyable et séduisant, aux personnages solennels qui secondent Jim Hawkins dans une entreprise qui vise, ne l'oublions pas, à s'accaparer le riche trésor qui est au centre du récit ?
Dans un monde peuplé d'insupportables marionnettes de ce genre, le nom de Borola est un anachronisme. Sa seule évocation me ramène à une vitalité ambiante aujourd'hui disparue.
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Escena de carnaval
Este es el cartón del mes publicado en la revista Relatos e historias de México, en su entrega del mes de febrero de 2015.
Esta es una espléndida revista, muy recomendable.
Esta es una espléndida revista, muy recomendable.
martes, 3 de febrero de 2015
Sobre el paseo literario La ciudad de don Lupe Posada
lunes, 2 de febrero de 2015
El nacimiento de Posada
La copia original que poseo de su fe de bautizo |
El 26 de
diciembre de 1939, don Alejandro Topete del Valle descubrió el siguiente documento:
En
la Iglesia Parroquial de Aguasctes. A catorce de Fbro. De mil ochocentos
cincuenta y dos, el P.D. Abundio Fernández de licentia parrochi bautisó solemte. Y puso los Stos. Oleos a José
Guadalupe que nació el día dos del corrte a las diez de la noche, en el barrio
de S. Mcos. H.1. de Germán Posada y de Petra Aguilar A.P. Manuel Posada y
Marcela Cerna A.M. Julián Aguilar y Tomasa Portillo P.P. Estevan Castorena y Nicolasa López a quienes
advirtió su obligación y parentesco espiritual. En fe de ello lo firmé.
Trinidad Romo (firmado) Al margen: José Guadalupe. H Pe Fdez.
Es la constancia del nacimiento de genio José Guadalupe Posada Aguilar, hijo de un panadero, oriundo de una pequeña población llamada Real de
Minas de Nuestra Señora de Belén de los Asientos de Ibarra (actual Asientos, en
los límites con Zacatecas); a los veinte años de edad llegó al barrio de San
Marcos, donde conoció a Manuela
González, con quien tuvo un hijo –aparentemente sin llegarse a casar- llamado
Pablo de la Trinidad.
La puerta de la casa donde nació |
En
1830, contrajo matrimonio con Petra Aguilar Portillo, de quince años de edad y
descendiente de los fundadores de la Villa, es decir, de origen tlaxcalteca.
Ese fue el origen de Don Lupe que a las diez de la noche del día 2 de febrero de
1852. Llegó al mundo en una pequeña y humilde casa de la entonces calle de Los
Ángeles,
Era
el día de la Candelaria, cuando se celebran las candelas, las velas que
iluminan de alegría al mundo pues se conmemora la presentación del Niño Jesús
en el Templo, al celebrarse los cuarenta días de haber nacido, según la
tradición católica. Es pues, en el ritual católico, día de fiesta en muchos
lugares de México y del mundo.
La casa donde nació Posada aun existe y, me atrevo a afirmar, se conserva casi igual que cuando nació, según pude constatar hace unas semanas que anduve por allá y logré colarme al interior.
Interior de la casa hoy |
Felicidades don Guadalupe en sus 163 años de nacimiento.
sábado, 31 de enero de 2015
La prehistoria de la Familia Burrón. Laberinto de Milenio
La prehistoria de La Familia Burrón
En 1948 llegó La Familia Burrón y con ella empezó y terminó la época de oro del cómic nacional.
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ/ LABERINTO
Ciudad de México
Durante las seis décadas en que apareció La Familia Burrón la obra anterior de Gabriel Vargas fue olvidada; él mismo llegó a lamentar el desconocimiento de su trabajo previo a la vida de Doña Borola Tacuche y su parentela.
La razón fue que las aventuras de los Burrón se mantuvieron en el gusto de la sociedad mexicana. De hecho, la revista, que llegó a tirar 500 mil ejemplares, es la publicación más longeva del mundo: comenzó en 1948 y el último número, el 1616, apareció el 26 de agosto de 2009. Es, también, una expresión de culto a la que escritores como Alfonso Reyes, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Juan Villoro y Hugo Gutiérrez Vega le han rendido pleitesía.
Pitol, Premio Cervantes de Literatura, se sentía orgulloso de la influencia del humorista gráfico: “Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gógol o Gombrowicz, como me encantaría presumir. ¿Quién es Gabriel Vargas?, preguntará alguno. Bueno, es un fabuloso cartonista, uno de cuyos cómics, quizás el más famoso, se llamó La Familia Burrón”.A Carlos Monsiváis le debemos, sin duda, haber colocado en la palestra un sinfín de temas de la cultura popular, uno de ellos la caricatura. (Por cierto, Monsiváis pudo aparecer en un número de la historieta, tras insistirle a Vargas para que lo dibujara).El poeta Hugo Gutiérrez Vega dedicó una excepcional “Oda a Borola Tacuche”.
Decenas de entrevistas y cientos de notas periodísticas conforman una vasta hemerografía pero, a pesar de todo, llama la atención los exiguos estudios en torno a Vargas (solo existe una tesis en la UNAM) y la escasa bibliografía sobre su vida y su obra. La caricatura en general no es algo que interese a la Academia, inmersa en la solemnidad y alejada, con mucho, de la cultura popular.
Una vida en la vida mexicana
Gabriel Vargas Bernal nació en Tulancingo, Hidalgo, el 5 de febrero de 1915. A partir de los cuatro años vivió en la Ciudad de México. “Soy absolutamente citadino. Nací en Tulancingo pero llegué aquí a los cuatro años. Si hubiera un lugar más grande que el DF, ahí estaría”, le contó a Carolina Velázquez en una charla publicada en El Financiero.Sus primeros años transcurrieron en el Centro Histórico, en la calle de Moneda, a un costado de Palacio Nacional, a media cuadra de donde vivió José Guadalupe Posada.
Vargas nació con el lápiz en la mano. Desde niño tuvo la febril y obsesiva idea de ser dibujante, de ser artista. A pesar de que apenas estudió la primaria, fue un hombre muy culto, gracias a que su madre le inculcó el amor por los libros. Fue dibujante a pesar de ella, que no quería que se convirtiera en un “pintamonos”; incluso, le prohibió dibujar. El veto terminó cuando el niño Gabriel estuvo a punto de provocar una quemazón mientras dibujaba debajo de la cama iluminado por una vela. Estaba tan concentrado que no se dio cuenta que el colchón ardía.
Un antes para un después
Casi podría asegurar que no existe en el mundo un caricaturista con una carrera profesional tan larga. Alabado desde niño, en 1928 Gabriel Vargas realizó un dibujo que obtuvo un premio en un concurso mundial en Osaka y que se ha perdido. De igual manera, difícilmente conoceremos las obras infantiles que expuso en Sevilla o en Puebla. Dos años después, hizo un dibujo de gran calidad —Construcción de la Catedral de México—,del cual se conserva una copia fotográfica ya que regaló el original al director de la escuela y se extravió.
Una de las desgracias de la caricatura se finca en la desaparición de los dibujos originales y las propias publicaciones. En el caso de Gabriel Vargas, casi no existen archivos de buena parte de su obra anterior a la última etapa de La Familia Burrón, publicada por la editorial GyG (Guadalupe y Gabriel), fundada con su esposa, la escritora y periodista Guadalupe Appendini.
La maestra Appendini comenzó a recopilar la obra de Gabriel Vargas, de tal suerte que la serie que publicó GyG es la más completa. Mejor aún: doña Guadalupe se dio a la tarea de localizar los trabajos anteriores, recuperarlos y digitalizarlos. Uno de sus primeros rescates fue una obra desconocida hasta hace poco, “El día del tránsito”, de 1930, encontrada como un rollo en la antigua Casa del Maestro. Una copia de ella se exhibió por primera vez en el Museo de la Caricatura de la Ciudad de México, el 18 de marzo de 2004. “El día del tránsito” muestra el afán por retratarlo todo. Vargas captó un desfile de más de 5 mil personas que trascurría a lo largo de Avenida Juárez. Realizada en tinta china, es una larga tira que mide 60 centímetros de ancho por 160 de largo. Impresiona la enorme cantidad de personas retratadas, así como las posiciones y actitudes de cada una de ellas. La obra posterior pude entenderse mejor una vez que conocemos este trabajo excepcional.
La carrera de Gabriel Vargas arrancó en 1931, cuando ingresó al grupo editorial Excélsior. Colaboró en Jueves de Excélsior y en Revista de Revistas con viñetas, dibujo publicitario, caricatura personal... Le tocó convivir con los más geniales caricaturistas mexicanos: Ernesto García Cabral, Mariano Martínez, Ángel Zamarripa (FaCha), Cadena M. y Andrés Audiffred.
Precocidad artística
Uno de los primeros artículos que se publicaron en torno a la obra de Gabriel Vargas apareció en Jueves de Excélsior, “Un notable caso de precocidad artística”, que reprodujo los dos dibujos antes señalados. El artículo hace un recuento de su obra previa. Una parte “fue remitida a una exposición en Sevilla”, mientras que la otra formó parte de una exposición de alumnos de primaria en Puebla. Fue una nota premonitoria pues se hablaba de Gabriel Vargas como un “admirable chiquillo, que se anuncia como un formidable dibujante humorístico”. Contundente, el periodista auguró: “Será un excelente caricaturista”.
Tal vez el primer dibujo que publicó apareció el 31 de diciembre de 1931: un grupo de personas en La Corregidora. Bien puede tratarse de una chica que iba a la escuela de costura que tenía ese nombre o de la calle que quedaba a una cuadra de su casa. Fue hasta julio de 1932 cuando comenzó a publicar regularmente. Hay por ahí un dibujo sobre la huelga de tranviarios y algunas ilustraciones con firma y sin ella.
En 1933, ejecutó en Revista de Revistas una serie humorística con sentido moral: Lo que usted siempre verá. Lo que usted nunca verá. El dibujo es muy rígido, con poco movimiento. Desde entonces estuvo presente en las dos revistas de Excélsior. Ya empezaba a mostrar las escenas de vida cotidiana que tanta fama le dieron.
Poco después, Vargas hizo varias portadas en gouache para Revista de Revistas y el semanario Excélsior, caricaturas de personajes de la farándula, viñetas y dibujos que ilustraban cuentos, leyendas, artículos y reportajes para las secciones del diario, aun la deportiva. Así conoció a Ignacio Herrerías, “El Chamaco”, un reportero a quien ayudó en la edición del suplemento Mujeres y deportes y que al poco tiempo inició una nueva aventura en Novedades, adonde invitó al joven Vargas.
La primera historieta de la que tenemos noticia fue una biografía de Pancho Villa, publicada en 1936, y que Vargas nunca mencionaba en sus entrevistas. Es probable que tomara el encargo debido a la simpatía que Herrerías sentía por Villa, pues su padre fue uno de los primeros reporteros que lo entrevistó para Tiempo, en 1911.
Más tarde vino La vida de Jesús, una obra desaparecida de todas las hemerotecas nacionales. Aunque Gabriel Vargas era parco al hablar de política, fue perseguido durante el cardenismo, acusado de hacer proselitismo religioso. Le contó a Elena Poniatowska: “Me metieron a un cuartito donde había una cama toda desvencijada, rota, los sillones estaban agujerados. Así estuve todo el día, me mandaban tipos patibularios, fueron como tres o cuatro en todo el día. Ya a las siete de la noche yo estaba desesperado, cada uno que entraba me preguntaba: ‘¿Tienes madre, tienes papá, tienes hermanas, tienes hermanos, quiénes son, cómo se llaman?’ Ya sentía que la cabeza me tronaba, estaba muy asustado. De repente oí afuera la voz del señor Herrerías: ‘¡Que usted es un fulano de tal!’ ”. La aventura terminó con una notita que decía: “Por causas de fuerza mayor se suspende La vida de Jesús”.
Casi al mismo tiempo que La vida de Jesús, durante seis meses aparecióFranck piernas muertas en Jueves de Excélsior y, una semana después de concluir, Virola y Piolita. Franck respondía a los temas de nota roja que empezaban a tener éxito. Es muy probable que haya sido escrita por él mismo utilizando un acrónimo, pues en 1940, cuando se transforma enFrank. El rey del hampa, ya firmaba todos sus trabajos.
Virola y Piolita es considerada su primera historieta de humor, con argumentos y dibujos de su completa autoría. A lo largo de casi cuatro años, mostró lo que fue una de sus mayores cualidades: el uso de palabras y giros provenientes del habla popular (“mano”, “chirona”, “sesera”, “pasar báscula”). Aunque la historia no transcurre en la ciudad, los personajes ya delinean rasgos urbanos. Virola, Piolita, Sacabuche y Tafité hicieron las delicias de los lectores al enfrentarse a situaciones estrafalarias en lugares “exóticos”, como África, con caníbales que persiguen a los héroes, o el viejo Oeste, a la usanza de los westerns.
Impresiona la capacidad de trabajo de Vargas. Tenía menos de 25 años cuando creaba, casi al mismo tiempo, Virola y Piolita, La vida de Jesús, viñetas y dibujos para campañas de publicidad y El caballero rojo. Colaboraba en Excélsior y en Novedades.
Alguna vez le preguntaron a Vargas cuántos números de La Familia Burrónse publicaron: “¡Uyyyy! Han de haber salido miles. Ya ni me acuerdo. ¿Se imagina en cuarenta años lo que hice? Durante dieciocho años trabajé una página diaria en El Sol de México: media página en el matutino y media en el vespertino. Después, en Excélsior, durante doce o trece años hice Sopa de perico y una bola de cosas que ya ni me acuerdo. Además, cientos de historietas pequeñas”.
El caballero rojo fue una historieta de aventuras escrita y dibujada en su totalidad por Vargas. Apareció un par de años en las páginas de Jueves de Excélsior y llegó a su fin en los días en que ya estaba en marcha la Segunda Guerra Mundial.
La siguiente historieta de gran éxito fue Sherlock Holmes, también imposible de hallar en las hemerotecas.
Una de las series estelares, que Vargas firmó con el seudónimo de Velo, fue los Episodios de la guerra en España, para Novedades:una tira de cuadros ilustrando notas periodísticas que tuvo un gran impacto debido al apoyo que Cárdenas dio a la República Española.
En 1940, en Pepín, apareció Purita Vaca, el nombre de la heroína, aunque la verdadera estrella era Máxima Moraleja, un personaje tan simpático como Cuataneta, la sirvienta de Jilemón, o la misma Borola Tacuche.
Hay que hablar también de Los Superchiflados, que animaron las páginas de Paquito. Se trata de una curiosa historieta en la que los protagonistas son animales actuando como humanos. Hay un actor, parecido al Pato Donald, que surge al lado de Pipiole, un personaje casi surrealista, al igual que el Cuaco Pollo, quien sobrevive en algunos capítulos de La Familia Burrón.
Otra serie interesante fue Los del doce, que transcurre en una vecindad, quizá la misma que habitaron los Burrón. La protagonista, Gudelia, a quien apodan “Fleco de burro”, mantiene a su hijo al lado del padre, Leontino Buchaca. Era dibujada por Héctor Macedo.
El mayor éxito hasta antes de los Burrón fue Los Superlocos, que nacieron en 1942, también en las páginas de Pepín. Causó un enorme impacto por el retrato de los caciques que, lejos de desaparecer, continuaban haciendo de las suyas. Jilemón Metralla y Bomba, el protagonista, es la imagen justa de esos dictadores regionales como lo serían también otros caciques de la serie: El Güen Caperuzo, Pancho Lopes, Briagoberto Memelas o Juanón Teporochas. Jilemón es uno de los símbolos universales del cómic, un héroe–antihéroe fundamental que debe rescatarse. Carlos Monsiváis reiteró infinidad de veces la necesidad de reeditar Los Superlocos, pues representa el momento más importante de la historieta mexicana.
En 1948 llegó La Familia Burrón y con ella empezó y terminó la época de oro del cómic nacional.
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