Este 29 de junio el Estadio Azteca cumplió 48 años, este cuento se refiere a ese día, lo publiqué en mi libro Por si cambias de opinión, México, Editorial Eufrate, 1986.
TIRANDO A GOL
Agustín Sánchez González
“A todos los que quieren y aman el futbol“
Ángel Fernández
Aunque le parezca
extraño, hace años que no veo futbol. No, ya ni siquiera me gusta, es más, me
encabrona. Todo empezó ese día en que inauguraron el Estadio Azteca. Me acuerdo
que mucha gente circulaba por la Calzada de Tlalpan, en aquel entonces no había
Metro y los tranvías hacían un largo recorrido por toda la ciudad. El sueño de
mucho tiempo atrás se convertía en realidad, todos mis cuates me envidiaron,
claro que yo no les conté a qué iba, pero todos compartían conmigo la emoción,
ninguno de nosotros conocía cómo era un estadio y ni idea teníamos. Cuando vi
la construcción desde el tranvía, me quedé toditito apendejado.
Yo
no iba a ver el futbol, aunque me moría de ganas, más bien iba a vender unas
“mosquitas vaciladoras” de juguete que fabricaba mi primo —Chucho Mosca— y que luego
vendía en los mercados y en los cines. Parecían de verdad. Las hacíamos con un
pedazo de hule espuma y sacábamos buenos centavos. Volaban por medio de un
alambrito y costaban un peso. Desde que salimos de la casa, el Chucho se puso a
venderlas y con ello pagó el primer camión, de treinta centavos y luego los
tranvías de a treinta y cinco fierros.
Pues
sí, fue hace 20 años y como ve, ahora ya no puedo correr como en ese entonces
cuando imitaba al Chalo Fragoso o me aventaba unos paradones como Ataúlfo
Sánchez.
Me
gustaba jugar de caza-goles pero también era un buen guardameta que defendía a
capa y espada a los cremas del América. Jugábamos
en los camellones del Río Consulado, ahí por donde pasa ahora el Circuito Interior;
esto estaba a la salida de mi escuela —la Club de Leones— por el monumento a La
Raza; viera qué golazos metía.
En
las mañanas, antes de irme a la escuela, iba con mi primo a trabajar en las
mosquitas. Ganaba entre ocho y diez pesos a la semana, dependía que no echara
la hueva y taloneara bonito. Mi primo nos pagaba a destajo; por pegar el cuadro
de hule espuma, coser el cuerpo o amarrar el alambre con el que volaban, diez
centavos la pieza; pegar alitas, ojos, o poner las patas con hilo, cinco.
Ganábamos más: si nos poníamos a venderlas, pero a mí me daba pena.
El
estadio era bien bonito. El día de la inauguración hasta me espanté cuando oí
el inmenso grito que hizo retumbar el puente que atraviesa Tlalpan, y es que el
América había anotado un gol.
Ese
pinche negrito del Arlindo lo metió y eso que los contrarios eran un equipo europeo,
creo que el Torino y eran de Italia. Cómo quise estar dentro del estadio, sin
embargo, me conformé. Estaba muy contento de que el América les ganara y así
fue. Mientras acababa el partido y empezaba a salir la gente nos compramos unas
tortas, porque después iba a ser rete difícil que comiéramos algo. No estaban mal
las tortitas, lástima que fuera pura finta lo del jamón. Me tomé una Pepsi para
bajar el pan y el Chucho pidió una cerveza.
Me cai que en ese tiempo pensaba que algún
día iba a estar adentro de la cancha vistiendo los colores americanistas.
Oímos
dos gritos más de gol y nos enteramos del triunfo del América. La gente empezó a
salir, nunca había visto tantas personas juntas y afuera un chingo de puestos multicolores
que vendían banderines, escudos, llaveros, fotos y muchas otras cosas de los
equipos. Había también tortas, tacos sudados —cinco por un peso— y los puestos de
birria o tacos de barbacoa. Todo era chingonsísimo y yo estaba tan contento.
“Mosquitas vaciladoras
para bromas y vaciladas
son de a peso”.
Y
ahí nos tiene vendiendo mucho, como si las estuviéramos regalando. Toda la
semana habíamos chambiado el resto,
me acuerdo que, incluso, había faltado un día a la escuela para poder acabar.
El
Chucho estaba rete contento, no podía creerlo.
Como
a las tres y cuarto de la tarde ya casi toda la gente había salido y ya nada más
nos quedaban como veinte mosquitas. El Chucho Mosca fue a tomarse una Victoria para
celebrar la venta y yo me comí unos taquitos de barbacoa y otra Pepsi para quitarme
la sed tan cabrona que traía.
Me
dio veinte varos, de los de entonces. Yo me sentí inmensamente rico. Luego, pensé
en comprarme unos zapatos de futbol que había visto en el mercado de Granaditas
que costaban 15 pesos y fui a comprar un póster gigante de los azulcremas.
Luego
de que el Chucho se tomara cinco o seis cervezas más, nos regresamos.
El
tráfico estaba rete cabrón y no había manera de subir a los camiones. Nos tuvimos
que ir colgados de un tranvía, yo como que no quería pues se me iba a arrugar
el póster, o a la mejor ya traía el aviso de Dios por un presentimiento.
A la
altura de Municipio Libre, al acomodar mi póster, me resbalé y esta pierna, la
“pata bendita”, fue alcanzada por la rueda del pinche tren.
Durante días enteros,
en el hospital, sufrí intensamente pues sabía que ya no jugaría futbol con el
América, ni estaría en la cancha del monumental Estadio Azteca.
¿Ahora entiende por
qué chingaos no me gusta eI futbol?