Chava Flores, en su centenario
ENE 18 •
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Salvador Flores Rivera fue un personaje que nació hace cien años, el 14 de enero de 1920, en el número 66 de la Calle de la Soledad, en pleno corazón de la ciudad más grande del mundo.
Chava Flores, el nombre artístico que lo habría de consagrar para la eternidad, surgió algunos años después, luego de varias décadas que chancleteó por esta urbe, y como miles de mexicanos, emprendiendo las más diversas y disímbolas actividades.
Chava Flores, el nombre artístico que lo habría de consagrar para la eternidad, surgió algunos años después, luego de varias décadas que chancleteó por esta urbe, y como miles de mexicanos, emprendiendo las más diversas y disímbolas actividades.
Su ilusión: hacer un poco mejor la vida de quien osara escucharlo a pesar de las sutiles (y no tanto) críticas a un pueblo que no sabe a qué le tira cuando sueña, o que lleva en los genes el nombre de una miscelánea: La ilusión del porvenir.
No resulta exagerado hablar de Chava como un hombre que, a través de sus canciones, se convirtió en el cronista musical por excelencia, un juglar del siglo XX que nos legó canciones de amor y desamor al mejor estilo de los cantantes de gesta; pero, también, dio cuenta de un manejo de lenguaje que sólo alguien capaz de leer la realidad, de grabar en la mente los giros idiomáticos de lo mexicano, es capaz de producir.
Sus canciones son una amorosa visión de los paisajes urbanos hoy desaparecidos, así como el retrato de un México que se esfumaba a pasos agigantados a través de la industrialización del gobierno de Miguel Alemán y los subsecuentes. Las calles, los barrios, las vecindades, las tradiciones. Una a una, Chava Flores iba dejando un retrato, una insignia, un tema, un blasón (o hasta un calzón) cual camión de cachivaches que compra y vende.
Por si ello no bastara para colocarlo en el panteón de los héroes populares, fue un humorista crítico, capaz de sortear la política represiva y autoritaria del gobierno, así como la moral provinciana que regía nuestro país en los años sesenta, a través de las sutilezas del albur.
Entre las 196 canciones que se le reconocen, en decenas de ellas vislumbramos las imágenes amorosas que, cual pintor costumbrista y heredero de los grandes autores del romanticismo mexicano, son de una ingenua dulzura, capaz de conmover, pero también de mover a risa, a carcajada limpia, pues Chava nos ilustró: reír, siempre es una alternativa al sufrimiento.
Su canción “Cachito de retrato”, por ejemplo, sólo pudo ser concebida por quien habita y conoce el microcosmos del alma de este país cuyos habitantes padecen el sino de la tristeza, la melancolía, el abandono, de quien se conforma con un poco pues es incapaz de asumir y sentirse dueño de un todo.
Chava Flores anduvo por toda la ciudad. Aunque nació “en las calles de la Soledad, del barrio de La Merced, cuenta en su libro Crónicas de mi barrio: “De allí nos cambiamos a las calles de Brasil, Vértiz, Revillagigedo, Río de la Loza, Vértiz otra vez, Durango, Doctor Lavista, Capuchinas, Londres, Venustiano Carranza, Peña y Peña, Lecumberri, Coyoacán, cerca de mi tía; otra vez Vértiz, vivimos un año en la ciudad de Veracruz; volvimos, nos instalamos de nuevo en Venustiano Carranza y luego en Coyoacán; total: conocí todo el Distrito Federal Y, para rematar, fui cobrador y me dediqué a conocer la ciudad a pie pues tenía un abono semanal de $250 para el tren”.
Emociona la lectura de este cronista, pero más aún cuando sus canciones retratan el paisaje urbano que abandonaba la campiña agreste; comenzaba la expansión de una urbe que hoy nos ahoga por la contaminación.
Sus vivencias muestran la ciudad que transitaba de las vecindades del quinto patio, como en las que vivió y describe en sus canciones, para llegar a los edificios de quinto piso, como la Unidad Cuitlahuac, cerca de la Glorieta de Camarones, en Azcapotzalco.
Su descripción de la vecindad está emparentada con Gabriel Vargas y La Familia Burrón pero también, con la vecindad de la novela La Rumba, de Ángel de Campo, las películas de la época de oro del cine mexicano, como Por vivir en Quinto Patio, El chismoso de la vecindad, y decenas de títulos más.
La magistral descripción que hace en su canción “La casa de la Lupe” bien podría mostrar que es la misma de dónde vive doña Borola y don Regino, con sus tlaconetes.
Y entonces habrá que recordar que Chava Flores, como Gabriel Vargas, o los escritores costumbristas, como Luis G. Inclán y su novela Astucia. Los charros contrabandistas de la rama, nos legaron una serie de enunciados lenguaje que dieron identidad a nuestro idioma y gestaron el lenguaje típicamente mexicano.
Habría que hacer un diccionario de mexicanismos con el cancionero de Chava Flores y con la historieta de Gabriel Vargas.
Más aún, su genial manejo de la lengua nos lleva a desentrañar, elegantemente, el albur. Un forma de lenguaje que da identidad a nuestra lengua mexicana, como caso único entre los países de habla hispana, y que resulta imposible de comprender a quienes hablamos la castilla, tanto en España, como en el resto de América.
Leche, tu té, chocolate, tu avena o café, te sacaba las muelas picadas, dejaba las buenas.
Sólo un mexicano que se respete, podría descifrar con rigor esta manera del habla del mexicano.
Las canciones de Chava Flores resultan de una compleja sencillez y en eso radica su éxito. Empero, su sentido del humor lo excluyó, en un principio, del panteón popular de la música mexicana. El humor, símbolo e identidad nacional, pero que resulta políticamente incorrecto pues es un elemento que transgrede, hace cachitos la visión idílica de la vecindad, rompe la imagen del amor frustrado y en lugar de mostrar al macho llorón, retrata la inocencia del albañil que pone el retrato de Manuela en una bolsa trasera del pantalón, muy cerca del… corazón.
Fue a hasta los años setenta, cuando la nueva canción mexicana lo cantó en las peñas, a donde la clase media llegaba a cantar; pues a pesar de su temprano éxito, y ser interpretado por los grandes monstruos del cine mexicano, como Pedro Infante o Tin Tan, cantantes como Pedro Vargas o Rosita Quintana, el reconocimiento fue más bien tardío. Oscar Chávez, Amparo Ochoa, Rubén Schwartzman y hasta Joan Manuel Serrat, lo cantaron desde los años sesenta sobre todo, y esto es importante decir, Chava Flores cuestionó el sistema represivo en que vivía la ciudad y el país entero.
Su “No es justu”, debió enfurecer al regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu; pero también, en 1968, compuso “El hijo de granadero”: “Mi padre era granadero y era re cuate del estudiante/ Les daba pa sus granadas,/les apostaba por el Atlante/Hoy les da para sus tunas por atrasito y por adelante/ Hoy dice que vive triste, pero prefiere ser ignorante.”
Chava Flores es el más grande cronista musical de esta ciudad. Un hombre al que le seguimos debiendo, pues, como la ciudad a la que tanto cantó, bien se podría decir “En tanto que permanezca el mundo, no acabará la fama y la gloria de don Chava”.
Por ésta, y si no me lo creen, les tengo esta otra.
FOTO: Chava Flores y Ángeles Mastretta (al centro) en la entrega del Premio de cuento “Esa no porque me hiere” en el Museo del Chopo, en 1982./ Fernando Maldonado
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