miércoles, 4 de junio de 2014

La vida es como el metro. Amor numérico


El flechazo amoroso suele darse en cualquier parte. Quererse no tiene horario ni fecha en el calendario, dice la canción Caballo viejo.
          El amor nace en las calles, las peseras, el cine, los parques y hasta en el metro; no tiene clases sociales, ni lugares precisos.
              Esta es una historia de amor ocurrida en la línea uno, la rosa.
            Subo en Insurgentes. El vagón se encuentra medio vacío. Son las doce del día y nada parece que ocurrirá hoy.
              Voy sentado frente a una mujer policía que platica animadamente con otra mujer, vestida de civil. Mi vecino de asiento escucha sin parpadear los comentarios en torno a las lluvias que azotan la ciudad.
La señorita policía se lamenta no poder ver las telenovelas; "me quedé con las ganas de ver Lo que la vida me robó", cuenta, con un dejo de tristeza.
              Y no ve televisión debido a que su misión en la vida es vigilar el orden y la legalidad. "Tengo que conformarme con leer las sinopsis en el Teley Novelas", se lamenta.
              A mi vecino, un burócrata con aires preposmodernos, que viste saco azul, corbata de motas, calcetines blancos y moca­sines negros, se le sienten las ganas de intervenir en la charla.
              En cada estación sube más gente. En un enfrenón, a la uniformada se le caen sus revistas de las manos (trae varias: TVyNovelas y otra que no distingo).
              Mi vecino, ni tardo ni perezoso, las recoge y se las entrega a su dueña.
             La oficial lo mira por primera vez, extendiendo una sonrisa de agradecimiento por favor recibido.
              - Me deja ver tantito sus revistas, solicita el muchacho de corbata roja con motas amarillas.
              - ¿A poco le gustan?, responde la mujer policía.
              Yo de mal pensado, me dije, ¡va la infracción! Pero no, la charla se torna interesante. La amiga permanece en silencio, escuchando el diálogo:
              - Yo me gané una vez, una cena con Tatiana.
              - ¿No es muy payasa?, inquiere la uniformada.
              - ¡Nooombre, es rete bien sencilla y bien bonita, claro que no tanto como usted!
              La azuleja se sonroja. Juro que jamás pensé ver a la justicia de esta manera. Cupido había lanzado su dardo y los ojos de la mujer parecían de pajarito reprimido por guaruras. El flechazo ya estaba.
              -¡Ay, joven no me vacile!
              El muchacho, se acomoda la corbata y sonríe, mientras la guardiana no sabe donde poner la cachucha que lleva entre las manos y hasta siente que le estorba su macana.
- En serio, señorita, desde que la vi me pareció tan bonita, usted se me hace como una de los ángeles de Charlie, ¿se acuerda de ellas?
              La mujer justiciera no sabe que contestar, todo se le mueve: las revistas, la cachucha, los guantes, la macana.
              - ¿Y cómo te llamas?, pregunta el burócrata
              - Pues soy la 14811 Iztapalapa ¿Y usted?
              - Háblame de tú
              - Bueno, ¿y tú?
              - El 8548 9711 de banamex
              El banquero aprovecha que la amiga de la uniformada baja en San Lázaro para sentarse junto a la mujer policía. Yo me levanto rápido, pues debía bajar en Pino Suárez, para transbordar rumbo a Taxqueña.

              El final pues, no lo sé, pero fue bonito ver un ligue de números. ¿Se imagina un matrimonio así: Usted 14811 Iztapalapa acepta como esposo al 8548 9711 de banamex?...

Juárez-Loreto, de Efraín Huerta

En unos días más, el 18 de junio,  Efraín Huerta cumple 100 años de haber llegado a este mundo y, con su poesía, permanecer siempre.
      Sea este un homenaje diario 





JUÁREZ-LORETO


La del piernón bruto me rebasó por la derecha:
rozóme las regiones sagradas, me vio de arriba abajo
y se detuvo en el aire viciado: cielo sucio
de la Ruta 85, donde los ladrones
me conocen porque me roban, me pisotean
y me humillan: seguramente saben
que escribo versos: ¿Pero ella? ¿Por qué
me faulea, madruga, tumba, habita, bebe?
Tiene el pelo dorado de la madrugada
que empuña su arma y dispara sus violines.
Tiene un extraño follaje azul-morado
en unos ojos como faroles y aguardiente.
Es un jazmín angelical, maligno,
arrancado del zarzal en ruinas.
A los rateros los detesto con todo el corazón,
pero a ella, que debe llamarse Ría, Napoleona,
Bárbara o Letra Muerta o Cosa Quemada,
empiezo a amarla en la diagonal de Euler
y en la parada de Petrarca ya soy un horno
pálido de codicia, de sueños de poder,
porque como amante siempre he sido pan comido,
migaja llorona (Ay de mí, Llorona), y si ayer pasadas las diez de la noche
fui el vivo retrato de la Novena Maravilla,
ahora sólo soy la sombra de una séptima colina desyerbada.

Alabados sean los ladrones, dice Hans Magnus.
Pues que lo sean: los veo hurtar carteras, relojes, orejas,
pies, nalgas iridiscentes, bolígrafos, anteojos,
y ella, que debe llamarse Escaldada, ni se inmuta.
Vuelve al roce, al foul, al descaro,
se alisa la dorada cabellera
(¡Coño, carajo, caballero, qué cabellera de oro!),
se marea, se hegeliza, se newtoniza,
y pasamos por donde Maimónides y Hesíodo
y pone todavía más cara de estúpida
cuando Alejandro Dumas, Poe y Molière y los cines cercanos!
Malditilla, malditita, putilla camionera,
vergüenza seas para las anchas avenidas
que son Horacio, Homero y, caray (aguas, aguas), Ejército Nacional.
Rozadora, pescadora en el río revuelto
de las horas febriles; ladrona de mi mala suerte,
abyecta cómplice del «dos de bastos», hembra de los flancos
como agua endemoniada;
cachondísima hasta la parada en seco
del autobús de la Muerte.
Alabada seas, bandida de mi lerda conmiseración.
Escorpiona te llamas, Cancerita, Cangreja,
amada hasta la terminal, hasta el infinito trasero
que me despertó imbecilizado en el boulevard
¡Miguel de Cervantes Saavedra y demás clásicos!
Porque luego de tus acuciosos frotamientos
y que cada quien llegó a donde quiso llegar
(para eso estamos y vivimos en un país libre)
hube de regresar al lugar del crimen
(así llamo a mi arruinado departamento de Lope de Vega),
y pues me vine, sí, me vine lo más pronto posible
en medio de una estruendosa rechifla celestial.

Adoro tu nalga derecha, tu pantorilla izquierda,
tus muslos enteritos, lo adivinable y calientito, tus pechitos pachones
y tu indigno, antideportivo comportamiento.
Que te asalten, te roben, burlen, violen,
Nariz de Colibrí, Doncella Serpentina,
Suripantita de Oro, Cabellitos de Elote,
porque te amo y alabo desde lo alto de mi aguda marchitez.

Hoy debo dormir como un bendito
y despertar clamando en el desierto de la ciudad
donde el Juárez-Loreto que algún día compraré
me espera, como un palacio espera, adormilado,
a su viejo-príncipe-poeta
soberbiamente idiota.




martes, 3 de junio de 2014

La primera caricatura de Posada



 En esta primera caricatura que se le conoce a Posada, aparecida en El Jicote, el 11 de junio de 1871retrata al médico homeópata Juan Alcázar, entonces diputado y que fue director del Hospital Civil de Aguascalientes. Monta un asno que es igual que él y sus camaradas. La jeringa que cuelga del burro era el nombre de la revista de este grupo. El ataúd que carga tiene la fecha de 1861, año de una plaga que Alcázar no pudo detener. La muerte posa vitoriosa. Un Jicote acosa el rostro del médico. Es notoria la influencia de Constantino Escalante y de Santiago Hernández en la obra del joven Posada que tenía 19 años cuando apareció esta publicación.

Poemínimo: Lilia Prado

En unos días más, el 18 de junio,  Efraín Huerta cumple 100 años de haber llegado a este mundo y, con su poesía, permanecer siempre.
      Sea este un homenaje diario 



Lilia Prado. "Soy la mujer más feliz de mi vida"





lunes, 2 de junio de 2014

Canción, de Efraín Huerta

En unos días más, el 18 de junio,  Efraín Huerta cumple 100 años de haber llegado a este mundo y, con su poesía, permanecer siempre.
      Sea este un homenaje diario 


CANCIÓN


La luna tiene su casa
Pero no la tiene
la niña negra
la niña negra de Alabama

La niña negra sonríe
y su sonrisa
brilla como si fuera
la cuchara de plata
de los pobres

La luna tiene su casa
Pero la niña negra no tiene casa
la niña negra
la niña negra de Alabama


Tarjeta de presentación del taller de Trinidad Pedroza, donde trabajó Posada.

José Guadalupe Posada nace el 2 de febrero de 1852 en el barrio de San Marcos; a los 19 años ya es un caricaturista que publica profesionalmente en el periódico El Jicote, en 1871. A finales de ese año muere su padre y coincide en el hecho de que su maestro Trinidad Pedroza se vaya a la vecina y prospera ciudad de León para abrir una imprenta. El joven Posada marcha con él y ahí permaneció hasta 1888, que se marcha a la ciudad de México.

Esto que verá ahora es una verdadera joya: la tarjeta de presentación del taller de Trinidad Pedroza, en León. Seguramente fue hecha por Posada. La fecha: 15 de mayo de 1872.

La vida es como el metro. Los invidentes


En San Antonio Abad sube una pareja.
       Ambos tendrán unos treinta años. Él toca la guitarra y ella canta llevando en brazos a una niña de cinco o seis años, con los ojos muy abiertos, como queriendo diferenciarse de su madre, a quien no se le notas sus canicas.
         A la pareja no le va mal. Han recogido, en tres minutos, unos veinte pesos. Cantan un bolero "Ay amor ya no me quieras tanto". Y la niña los acompaña con el coro: "anto, anto", alcanzo a escuchar el susurro, cuando pasa a mi lado y me sonríe abriendo más los ojos y, coqueta, me cierra uno.
“Escucharon el tercer movimiento, allegro ma non troppo, del concierto para flauta y orquesta de Héctor Berlioz”. Mientras observo el Viaducto atascado, imagino estar en una sala de conciertos. El hombre

tiene muchos años con su flauta y siempre interpreta a los clásicos. Andará por los treinta y sabe que su melodía, si corta, doblemente buena. Usa anteojos oscuros que no permiten mirar sus ojos. Toca bien y no le va mal. Su anotación acerca de la pieza, aunque bastante apantalladora, es siempre la misma.
En Sevilla arriba un trío de invidentes, con melódica, guitarra y un vaso de plástico como maraca. Muñequita de Squal, de Luis Arcaráz. El grupo va juntito, tomando una mano al hombro del otro, como los elefantitos de circo; el tercero porta un vaso color naranja y pide dinero que nadie da pues en la otra estación ya se llevaron la lana unos seudocampesinos indígenas de antorcha campesina.
En el metro Revolución se sientan dos mujeres que he visto crecer, pues llevan muchos años allí. Parece que nunca se han movido de ese sitio. Ambas son invidentes y muestran sus ojos, desgarradora y terriblemente. Ahora están a punto de reventar pues han engordado una barbaridad. Ellas sólo están sentadas, no cantan, no hacen otra cosa que poner su manita y recibir las monedas que van cayendo, una tras otra, a lo largo de la tarde, quizá ello explique su gordura.
Su rutina empieza en la estación General Anaya. Sube con un aparato híbrido, entre flauta y acordeón; tomándola con una mano y, con la otra, su bastón color aluminio. Siempre toca lo mismo: El día que llegaron las lluvias, El amor es gris y otras de Paul Muriat. Es joven, no explica nada y recibe con gusto el pago a su música fresa.
Otro es el dueto-metro. Ella parece Chelo Silva, al menos canta el mismo tipo de canciones: "ahí te dejo un cheque en blanco en donde dice desprecio, ese tiene que ser tu precio". Él, mayor que la mujer, tendrá cincuenta, ella frisará en los treinta; con su guitarra en la mano y armónica en la boca, lo imagino como el ciego de Los olvidados, la excelente película de Buñuel. Ella canta con su rebozo a cuestas.

En Villa de Cortes, sube al vagón un ciego joven, más o menos bien vestido, con zapatos boleados; al contrario de muchos otros, éste ni canta ni baila ni recita. Lo único que hace, es pedir unas monedas en el nombre de Dios. Porta un botecito, taza, amarillo de plástico. Se acerca a cada pasajero, le pide, más bien, le exige, lo presiona y le golpea suavemente con su bastón; cuando recibe la moneda, se sigue sobre otro pasajero y cuando ya obtuvo, supongo, la cuota por vagón, se sigue de frente, rumbo a la puerta más próxima. En cuanto sale de esa unidad, rescata las monedas del vaso amarillo: las de a peso, dos o cinco pesos, las echa a una bolsa de mezclilla, mientras que las de cincuenta centavos, las arroja al suelo, quedan en el piso y ahí permanecen hasta que otro, más pobre que el ciego moderno, las recoge.

Por el fin de los caudillos

  No a los caudillos, si a la pluralidad Agustín Sánchez González Se les mira por las calles en pequeños grupos, portan un chaleco con l...