Nunca estuve en Tlatelolco.
Estos miles que somos
Agustín Sánchez González
Los
andenes de la linea 2 del metro lucen, por toda Tlalpan, de color de rosa.
Apenas
abordo un tren, la algarabía de la gente es enorme, gritan a favor de su
candidata y lanzan consignas pidiendo fuera el partido oficial.
A pesar de la cercanía, no estuve en Tlatelolco. Tenía 12
años y en mi proletario e industrial barrio, al norte de la ciudad, poca gente
sabía qué pasaba. Una vez, en los años ochenta, le decía a una
novia que yo había estado en todas las marchas después del halconazo de 1971.
Mientras miro la imponente Catedral
y echo un ojo a la barrera que ha puesto el presidente López Obrador para encerrarse, cual solitario del palacio,
como diría René Avilés Fábila. Según AMLO, que se fue a vivir al palacio para estar cerca del pueblo; pero, cual monarca, ahora no permite nadie se acerque a ese palacio, al que
durante décadas podríamos entrar, pasear por él, mirarlo con orgullo y que
siempre estuvo abierto a la sociedad, aun en los momentos más autoritarios,
como el diazordacismo; hoy se nos niega la entrada y se prohíbe el paso por las
calles de Moneda y Corregidora.
El presidente nos cierra el paso, y eso se paga, hoy lo repudian miles de personas, y le gritan, osadamente, Narco presidente.
Pero hay otras demandas mayores, escucho a mi alrededor los
gritos de democracia, y me pregunto a cuántos de estos miles he acompañado en
este medio siglo de protestas contra el autoritarismo antidemocrático del gobierno en turno.
Miro a muchos miles de chilangos que hemos visto pasar un
México del presidencialismo autoritario, a un México que, en un suspiro, vivió
y soñó en la democracia en el último
cuatro de siglo.
Me pregunto cuántas decepciones, cuando sueños quedaron arrumbados; cuántas personajes políticos amados se convirtieron en seres despreciables.
Hoy, como ayer, estamos en el ombligo del mundo, como decían los chovinista mexicanistas. Hoy, el zócalo lucen un sinfín de colores de los partidos que, ante su debilidad, se uniceron, pero sigue destacando el rosa mexicano, que este domingo se convirtió en los colores de México.
Un Zócalo Rosa, podría llamar, también a
esta crónica.
Son los colores que la gente portaba, rechazando el absurdo mandato de la señora
Tadei, presidenta del INE y miembro de una familia cuya mejor característica es
su participación tanto en la militancia del partido en el poder, como en las nóminas de este gobierno y que, por lo
tanto, carece de respeto alguno.
Son los dedazos que nunca hemos logrado desterrar.
El sol muestra su fuerza. Unos ciudadanos llevaban una
bandera gigante, muy larga, a la que nos acogimos varios para resguardarnos de
él para escuchar el reclamo de Guadalupe Acosta Naranjo y lulego un vigoroso
discurso de Santiago Taboada que no mostró en el debate ante Clara y que
hubiera sido contundente. “La esperanza cambió de manos”.
“Quiero una ciudad en que el Gobierno y la
sociedad son más fuertes que cualquier organización criminal”; el gobierno ha
preferido abrazar a los delincuentes y no a la victimas, también señaló.
La gente, abajo del templete, sigue gritando, cantando;
familias enteras, gente de la tercera edad, jóvenes, mujeres y niños con
banderas multicolores.
Mi generación, la que no estuvo en Tlatelolco, y la
sobreviviente de aquel triste 1968, nos hemos vuelto a juntar en un marcha
ciudadana, más allá de la presencia de una clase política corrupta y decadente que tuvieron, al menos, la dignidad
de no subirse al barco del poder de un partido que revivió y fortaleció un
presidencialismo autoritario, acogiendo a los peores miembros de aquellos
partidos a los cuales ahora dicen rechazar.
El zócalo se vio acotado por el enésimo plantón de la CNTE,
al que la marea rosa, a pesar de gritos y proclamas aisladas de este sector.
Medio siglo de protestas contra el poder me han vuelto
bastante escéptico.
Este sexenio se han ido cerca de un millón de mexicanos, el
ochenta por ciento por la irresponsable manejo de la pandemia y el otro por la
violencia que nos ha legado la política de abrazos.
Hace varias décadas me queda claro que el poder es un mal
necesario al que hay que acotar, revisar, cuestionar.
MI generación vivió con la consigna de no criticar a los
gobiernos de izquierda, por ejemplo; yo he sido un lobo solitario y hasta en
los sindicatos universitarios siempre fui la oveja negra. Hay que cuestionar
todo, incluso a nosotros mismo.
No sé cómo he logrado abstraerme de los discursos llenos de
optimismo, llamando a cuidar las casillas, a detectar la violencia que se ciñe
por todo el país, a llamar a votar y cuidar las casillas, mientras miro las
redes sociales, ajenas a la vida pública de antaño, que a la par de esta
algarabía, la satanizan, rechazan la
presencia de estos miles que somos, que medio siglo después, estamos en el
zócalo, soñando en un México plural y democrático, recordando a nuestra añorada
poeta Rosario Castellanos: “ Recuerdo, recordamos/ hasta que la justicia se
siente entre nosotros”.
Hay que tumbar las barreras, esa infame y represiva muralla
de un gobierno que ofreció democracia, prometió un cambio verdadero y lo que
nos dio fue más atole con del dedo.
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