martes, 11 de enero de 2011

De crímenes, duelos y jurados

De crímenes, duelos y jurados

Por

Silvia Isabel Gámez.

(16-Ago-2010).- A Francisco Guerrero, "El Chalequero", se le atribuye el asesinato de una decena de prostitutas que aparecieron apuñaladas y degolladas en las márgenes del Río Consulado. En 1888 se le condenó a purgar una larga pena en San Juan de Ulúa, y dos décadas después fue detenido nuevamente por el crimen de una anciana, a la que mató después de "requerirla de amores".

"No me explico lo que pasa en mí (...) toda mujer me inspira un terrible deseo de delinquir", confesó el único asesino serial del porfiriato. En noviembre de 1910, cuatro meses antes de ser ejecutado, falleció de una embolia en el Hospital Juárez.

Alcoholismo, miseria e ignorancia fueron factores asociados con la criminalidad durante el régimen de Porfirio Díaz. Al pulque se le consideraba la bebida más nociva, ya que generaba irritabilidad e incluso alucinaciones de la vista y el oído, lo que no ocurría con el vino, considerado "sano e higiénico" según la Gaceta de policía, y la cerveza, que brindaba serenidad de espíritu.

De 1858 a 1910, la Ciudad de México se extendió de 8.5 a 40.5 kilómetros cuadrados, lo que implicó el surgimiento de fronteras sociales. A alguien como "El Chalequero", pobre y sin instrucción, se le consideraba capaz de los peores actos, lo que no sucedía con las clases privilegiadas, cuyos crímenes eran, debido a su educación, "más refinados".

El primer Código Penal mexicano, que entró en vigor en 1872, mostraba en la interpretación de los legisladores --figuras como José María Herrera y Zavala, Indalecio Sánchez Gavito y José María Lafragua-- la mentalidad de la época.

"Refleja una doble moral", señala la historiadora Elisa Speckman Guerra, "ya que no se consideraba que el honor de los hombres afectara al de las mujeres con quienes estaban emparentados, pero sí se creía que la deshonra femenina manchaba a todos los hombres de la familia".

Si el marido mataba a la mujer y a su amante tras sorprenderlos en un acto adúltero, la pena se reducía a menos de la mitad. Si una mujer soltera cometía infanticidio para evitar la deshonra de la familia, era castigada con cuatro años de prisión, pero si estaba casada, la pena se duplicaba, escribe Speckman Guerra en Crimen y castigo (El Colegio de México/UNAM).

La condena por homicidio y lesiones se reducía también si era resultado de un duelo, siempre que se celebrara "por la defensa del honor y por una causa moral", y que se apegara a un pacto previo, "cumplido con lealtad". Debido a que los legisladores coincidían en la importancia que se le daba al honor, pero no podían permitir que una persona hiciera justicia por su propia mano, optaron por incluir la figura del duelo en el código, y sancionarlo con penas menores.

"Dado que estaban penados, no todos los duelos se hacían públicos. En 1873, una revista de juristas, 'El Foro', llega a afirmar que había una fiebre del duelo, uno por semana, y El duelo en México, de Ángel Escudero, registra menos de 200 en todo el periodo. Un cálculo exacto es difícil", indica la historiadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

La práctica del duelo, explica, decae con el tiempo, hasta que en 1929 se elimina del código. Ese mismo año queda abolida la pena de muerte. "Se cuestiona su efectividad, ya que no se demuestra un vínculo entre pena capital y reducción del homicidio, además de que pueden existir errores judiciales que al aplicar la pena se vuelvan irreparables".

Aunque no existe la cifra, y es difícil hacer el cálculo porque las sentencias de pena capital deben cruzarse con los indultos, Speckman Guerra cree que sería posible establecer a partir de estadísticas cuántos condenados a muerte hubo en la Ciudad de México. "Pero no fueron muchos", asegura.

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De 1869 a 1929, los delitos más graves eran resueltos por un jurado popular. "Cuando se estableció, se pensó en delitos que merecieran al menos dos años de prisión, y luego fue aumentando hasta una pena media de seis años. Para 1908, ya conocía pocos delitos: homicidios graves, riñas con heridas mayores".

Los procesos eran públicos, y asistía tanta gente que llegaron a imprimirse tarjetas de entrada, y a convertir cines en cortes improvisadas. El interés de la ciudadanía por el crimen, reflejado en el consumo de la nota roja y en las hojas sueltas que circulaban con "espantosísimos crímenes", se tradujo en una mayor demanda de justicia.

La historiadora menciona casos que tuvieron cobertura en la prensa y generaron un gran debate, como el del general Gustavo A. Maass, que en 1908 mató de un tiro a David Olivares cuando le reclamó la relación que tenía, siendo casado, con su hermana Felisa. Este hecho generó el reclamo de igualdad jurídica para el militar, que fue condenado a muerte por un primer jurado popular, y después vio reducida su sentencia a 13 años de prisión tras un segundo proceso.

Los jurados populares eran convocados mediante un padrón que excluía a las mujeres. Primero bastaba con saber leer y escribir - lo que equivalía al 15 por ciento de la población--, pero a medida que creció la desconfianza hacia sus veredictos, se solicitaron requisitos como instrucción primaria terminada o un ingreso de 100 pesos mensuales.

"Fue una institución muy debatida. Sus defensores decían que resultaba esencial al modelo liberal, porque permitía al pueblo expresar su soberanía, garantizaba la igualdad jurídica y representaba el sentir social, pero sus detractores consideraban que sus miembros no se apegaban ni a las pruebas ni a la ley, y se dejaban influir por simpatías, prejuicios, y el alegato de los abogados", explica Speckman Guerra. "Pero no son muchos los casos en que el Ministerio Público apela una sentencia del jurado y es revocada por un tribunal superior".

A los jurados populares se deben también absoluciones como la de María Teresa Landa, la primera Señorita México, quien en 1929 mató de un tiro a su marido, el general Moisés Vidal, tras enterarse de que había cometido bigamia, ya que tenía esposa y dos hijas.

"El permanente llanto, su confesión insospechada y sus respuestas que a cada rato mencionaban la palabra amor lograron conmover no sólo al jurado, también a la sociedad entera, para quien el culpable era el horrible militar que la había engañado a ella, tan bella, tan jovencita, tan inocente", escribe Agustín Sánchez González en Un dulce sabor a muerte.

Aunque fue uno de los últimos procesos en los que participó el jurado popular, lo cierto es que a partir de entonces, Landa tuvo una vida intachable como maestra de historia universal. Sus alumnos aseguran que siempre vestía de negro y nunca volvió a casarse.

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